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Actualizado: 28 de mayo de 2025
Mas con el tiempo su dolor se fué calmando: llegó á acostumbrarse y aceptó al cabo aquella triste y degradante situación, ya que su hija parecía feliz y Velázquez no dejaba de satisfacer ninguno de sus caprichos. Duró poco, no obstante, tal estado de satisfacción.
Velázquez pudo desde entonces dar rienda suelta á su fanfarronería. Este era el vicio que le dominaba y servía de triste contrapeso á sus buenas cualidades. Porque las tenía, sin disputa. Era servicial, generoso, despierto de inteligencia y sensible de corazón.
Pues aquí contestó el italiano, no pensamos así, y nosotros le otorgamos la corona». A lo cual replicó Velázquez: «Donde se encuentra lo bueno y lo bello es en Venecia: yo doy el primer lugar al pincel veneciano, y quien lleva la bandera es Tiziano .»
Se preparó la comida en una de las tiendas de Puerta de Tierra, y después de la ceremonia todos se trasladaron allá en coche. Iba una jardinera de diez asientos; pero no cabiendo todos en ella, los sobrantes se acomodaron en berlinas de punto: Velázquez en una con Frasquito, el señor Rafael en otra con el padre de Pepa, y así sucesivamente.
Velázquez estaba de alegrísimo humor, quizá porque su querida no lo tenía tan melancólico como otras veces y se había avenido á bailar unas seguidillas con Frasquito, cosa que hacía mucho tiempo no se había podido recabar de ella. En la corriente de la conversación se habló de fruta, y el majo manifestó que había recibido aquel mismo día de Medina unos albérchigos magníficos.
No se sabe si durante su primer viaje a Italia, por los mismos meses que La fragua de Vulcano y La túnica de José, o lo que es más probable, ya de regreso pintó Velázquez el Cristo atado a la columna que figura en la Galería Nacional de Londres.
Un día Velázquez, al despedirse, le dijo en broma, adoptando un continente grave: Soledad, tengo que comunicarte un secreto. Se fué y no volvió á acordarse de tal frase. Pero á la hija del guarda, á quien las congojas consumían, se le quedó clavada en el cerebro. No pensó en otra cosa. ¿El qué? preguntó Velázquez sorprendido. Aquello.
Paca se mostraba alegre, satisfecha y no daba paz á la lengua, narrando las aventuras de su paseo, haciendo observaciones profundas unas veces, otras ligeras, siempre atinadas, sobre todo lo que había visto y oído. Pero se detuvo de pronto y las cortó para decir á Velázquez bruscamente: Esta mañana he visto á Soledad, ¿sabes? Ya no se va hasta dentro de unos días.
Por todo lo cual, el nombre del majo sonaba en la casa del guarda como el de un amigo y á la vez como un protector. Soledad olvidó á Manolo en cuanto Velázquez depuso con ella la actitud paternal y principió á requebrarla de amores.
Aquel matrimonio honrado, rico y pacífico se placía, no obstante, en acudir todas las noches á una reunión de gente demasiado alegre y de posición equívoca. Porque Antonio Robledo, administrador de una empresa de diligencias, no estaba casado con María-Manuela, aunque hacía tres años que vivía maritalmente con ella, y Velázquez, dueño del establecimiento, tampoco lo estaba con Soledad.
Palabra del Dia
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