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Actualizado: 17 de julio de 2025
Las vacas estaban inmóviles, mirando fijamente el verde paraíso inalcanzable. ¿Por qué no entran? preguntó el alazán a las vacas. Porque no se puede le respondieron. Nosotros pasamos por todas partes, afirmó el alazán, altivo. Desde hace un mes pasamos por todas partes. Con el fulgor de su aventura, los caballos habían perdido sinceramente el sentido del tiempo.
El Zapaterín, al emprender su regreso a Sevilla en segunda clase, mientras la cuadrilla marchaba a pie, pensó que comenzaba para él una nueva vida, y tuvo una mirada de avidez para el enorme cortijo, con sus extensos olivares, sus campos de granos, sus molinos, sus prados que se perdían de vista, en los que pastaban miles de cabras y rumiaban, inmóviles, con las piernas encogidas, toros y vacas. ¡Qué riqueza! ¡Si él llegase un día a poseer algo semejante!...
El escribano, con la misma cara de risa, le dijo: Eh, tonto, no grites: ya te las volveremos. Cuando terminaron y se prepararon a marchar, los alaridos del chico fueron terribles. Los curiosos allí congregados trataban de consolarle en vano. Según pasaban por delante de sus ojos las vacas, llamábalas a gritos por sus nombres.
Su serenidad ante la desgracia era también admirable. Una sequía sembraba repentinamente sus prados de vacas muertas. La llanura parecía un campo de batalla abandonado. Por todas partes bultos negros; en el aire grandes espirales de cuervos que llegaban de muchas leguas á la redonda. Otras veces era el frío: un inesperado descenso del termómetro cubría el suelo de cadáveres.
Pues bien; a eso de las cuatro, al ponerse el Sol, salimos por la poterna del arsenal, subimos a los caminos cubiertos y nos encaminamos por la avenida de las Vacas, con el fusil al brazo y a paso de carga. Diez minutos después comenzamos a hacer fuego graneado sobre los que se hallaban en el abrevadero.
Pero más animoso que éste, después de corta vacilación, se dejó caer de golpe sobre lo que más le agradaba: sobre los ojos. Cerrólos la hermosa y sonrió de nuevo dejándose acariciar por él con suave condescendencia. Al cabo hizo un gracioso mohín de impaciencia y se retiró al interior. ¡Cielo santo, cuánto tenía que hacer! Lo primero, por supuesto, era ordeñar las vacas, como hacía todos los días.
Caminando de mañana al rumbo del E como cuatro leguas, llegamos á otro arroyo de bastante agua, y habiéndolo pasado, hallamos en su orilla un rastro de ganado de tres ó cuatro vacas y de una mula, como que arriaban dichas vacas: por cuyo motivo fué preciso hacer alto y despachar al hijo del cacique Lincon, con una partida al reconocimiento de dicho rastro, enviando al mismo tiempo otra partida de nuestra gente.
Cuando yo le hablo del asunto mueve la cabeza con incredulidad. «Pero si todo el mundo lo dice», agrego yo. Y él responde: «En nuestro país, todo el mundo es el Presidente». Y no dice más. Se encierra y se pone a leer unos libros muy grandes en que hay pintadas plantas de trigo y de maíz, ovejas, vacas y caballos, arados y máquinas. Bueno, Marianela, me voy.
13 Y él le dijo: Mi señor sabe que los niños son tiernos, y que tengo ovejas y vacas paridas; y si las fatigan, en un día morirán todas las ovejas. 14 Pase ahora mi señor delante de su siervo, y yo me iré poco a poco al paso de la hacienda que va delante de mí, y al paso de los niños, hasta que llegue a mi señor a Seir. Y él dijo: ¿Para qué esto?
Habiéndo llegado á bordo hallé la novedad de haber robado las vacas los indios, y que el marinero que las pastoreaba habia salido en busca de ellas, y no habia vuelto. Fué el bote á remudar la chalupa para que conduzca víveres. Este dia salí á caballo, acompañando al Señor D. Francisco de Viedma que salió á reconocer el terreno. A las tres de la tarde llegó á bordo la chalupa con víveres.
Palabra del Dia
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