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Actualizado: 23 de julio de 2025


Por algún bien intencionado que le ha dicho a Sandow qué clase de gente somos nosotros y de dónde venimos. ¿Y quién será? me preguntó él. Eso lo sabes mejor que nadie le contesté yo, en castellano. Allen nos oía, suponiendo la mala acción de Ugarte.

¿Qué te mezclas ? ¡Canalla! ¡Miserable! gritó Ugarte. Y, en su furor, sacó una de las limas de las sacadas del pontón, que aun llevaba, e hirió al irlandés en la mejilla. Este, de pronto, se levantó, cogió el banco en donde estaba sentado, lo alzó en el aire y le dio a Ugarte tal golpe en la cabeza, que lo dejó muerto.

-Vamonos de aquí-nos decía a cada paso. -Espera que podamos vestirnos decentemente y reunir unos cuartos, y nos iremos-le decía yo. Esperó, con grandes protestas. Con el primer dinero que tuve compré una chaqueta, un morral y unas botas grandes con polainas. Allen se vistió a la moda del país; Ugarte, cuando se vio con su traje nuevo, dijo que teníamos que marcharnos.

¿Y en qué condiciones le conoció usted a mi pariente? le dije. ¿Está usted para bastante tiempo aquí, mi oficial? me preguntó el viejo. Mañana por la mañana he de zarpar para Buenos Aires. Pues si no tiene usted algo más importante que hacer, venga usted esta tarde a las cinco; le contaré lo que de Ugarte. Muy bien. A las cinco estaré aquí.

El quería que nos fuéramos los dos, dejando a Allen; en cambio, Allen había pensado en abandonar a Ugarte. Yo hubiese preferido ir con Allen y dejar a Ugarte; pero ya éste me daba lástima. -Creo que lo mejor-les dije a uno y a otro-es que cada cual tire por su lado, y luego nos reuniremos en Francia. -No, no; eso no.

A veces yo deseaba que arrancaran la piel a golpes a semejante idiota; otras me daba lástima verle entregado sin defensa a la brutalidad de sus verdugos. A Tiboulen y a Ugarte los llevaron a otra cuadrilla y nos dejaron en paz. Los primeros meses, Allen y yo nos dedicamos a estudiar sistemáticamente todas las formas y posibilidades de fugarse.

Venían en unas canoas de dos velas de esteras que allí llaman tancales; se acercaban al barco e iban subiendo por la escala, entrando por el portalón y desapareciendo por la escotilla de la bodega. La ballenera nuestra fue y vino varias veces. Por la noche entraban los trescientos chinos en el barco. ¿Cuándo salimos? preguntó Ugarte. En seguida; cuando haya viento contestó el capitán.

Tres o cuatro años después de entrar yo en el negrero salíamos de cerca de Macao, llevando un pasaje de trescientos coolies chinos para América, cuando, a la altura del Cabo Engaño, se nos acercó un pailebot de dos palos, de esos que llaman en Filipinas pontines, y de él apareció Tristán de Ugarte. Estaba transformado; tenía una cicatriz que le desfiguraba por completo.

Obedecí y me dieron unos pantalones raídos, un chaleco viejo y una chaqueta con un número grande en la espalda. Tenía el propósito decidido de no protestar de nada, y eso me sirvió, porque algunos de nuestros compañeros, entre ellos Ugarte, además del despojo, tuvieron que sufrir el encierro.

Hacía un día frío; tomamos la carretera y fuimos marchando por la costa, azotados por una lluvia menuda. Allen y Ugarte no querían hablarse. Para no tener relación el uno con el otro, Ugarte me hablaba en castellano y Allen en inglés. ¡Que por un canalla miserable tengamos que andar así! murmuraba Allen, entre dientes.

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