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Actualizado: 23 de julio de 2025


Al cabo de algún tiempo recibí carta suya y un recorte de periódico, en donde se contaba la muerte de Ugarte en una venta próxima a Wexford, llamada el Reposo del Cazador. El muerto aparecía con el nombre de Juan de Aguirre, y yo, de quien se ignoraba el paradero, como Tristán de Ugarte.

Yo traté de convencerle de que había que conservar la energía para los momentos graves, sin malgastarla estúpidamente en rabiar por cosas fútiles; además, le advertí que la condición indispensable para que aceptase un plan de fuga era el que fuese sencillo. La única garantia del éxito era la sencillez. Nos asociamos Ugarte, Allen y yo.

La puerta no estaba abierta; Pensé si alguien habría advertido en la casa que la cerrasen aquella noche; quizá la cerraron por el viento. Me asomé a la ventana. La altura no era grande. Salté a la calle. Encontrándome solo, sin la compañía de Allen y de Ugarte, me sentía más enérgico y con mayor miedo de ser preso. Todo, antes de volver al pontón.

Al día siguiente de llegar, Allen, Ugarte y yo comenzamos a descubrir las avenidas del jardín y a arrancarles la hierba y a enarenarlas; luego nos dedicamos a limpiar los perales, en forma de abanico extendidos delante de las tapias. El domingo oímos la misa en la capilla, y después yo estuve registrando la biblioteca.

La tripulación cambiaba constantemente; nosotros los vascos, en un período largo seguimos siendo los mismos, hasta que en uno de los viajes se fué Ugarte, el piloto, y lo sustituyó otro, con el mismo nombre y apellido. En barcos como aquél no había que fiarse de los nombres ni pedir los papeles a nadie.

No tardaron en encontrar lo que yo pedía, y, efectivamente, me enviaron una relación de cómo se había apresado la ballenera de este brick-barca sospechoso de piratería, a la altura de las Canarias, y una lista de la tripulación, en la cual se encontraban los nombres de Juan de Aguirre y Tristán de Ugarte. Que había una relación estrecha entre estas dos personas era indudable. ¿Pero cuál?

El marsellés tenía esa amargura y esa personalidad de los mediterráneos excesiva, aparatosa, unida al patriotismo petulante y exaltado de los franceses. Tiboulen no era un hombre violento y malo como Ugarte; estando solo era razonable, pero cuando tenía público se volvía loco.

El entierro lo harían al día siguiente en Izarte. Enviamos a un hombre a que encargara el ataúd al carpintero, y Urbistondo y yo nos quedamos en la casa. Me sorprendió bastante ver al médico de Elguea, que allí mismo sobre la mesa extendió la partida de defunción del muerto, a nombre de Tristán Ugarte, de profesión marino. Me chocó, pero no dije nada.

Yo estaba deseando llegar a un lugar cualquiera en donde se separaran Ugarte y Allen. Al encontrarse ambos fuera de peligro, se despertó entre ellos un odio feroz. Todo cuanto uno decía le parecía mal otro. Yo intentaba apaciguarlos, pero no era fácil siempre, dada la terquedad del irlandés y la irritabilidad de mi paisano. Luchamos con vientos fuertes durante tres días.

La guardia entró y nos pasó lista, como siempre, antes de acostarnos; después, era la costumbre que volviese el master con algunos guardianes y mirase si todos estábamos en nuestras hamacas. Pasada la lista, nos desnudamos Allen, Ugarte y yo, e hicimos líos con la ropa y los envolvimos en la tela impermeable. Luego cogimos del colgador las ropas de otros reclusos y las metimos en nuestras hamacas.

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