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1 Y acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, antes que vengan los malos días, y lleguen los años, de los cuales digas: No tengo en ellos contentamiento. 2 Antes que se oscurezca el sol, y la luz, y la luna y las estrellas, y vuelven las nubes tras la lluvia;

Hombre astuto y precavido, daba por cierto el incumplimiento de los derechos exorbitantes que a cambio de sus descubiertas le había reconocido la buena reina Isabel, generosa e imprevisora como todas las mujeres de alta idealidad cuando se meten en negocios... Ya sabe usted que a Colón, por el compromiso que firmaron los reyes, le correspondía la décima parte de todo lo que descubriese y de lo que tras él pudieran descubrir los que siguiesen su camino.

Antoñona se había deslizado hasta allí sin que nadie lo advirtiese, aprovechando la hora en que comían los criados y D. Pedro dormía, y había abierto la puerta del cuarto y la había vuelto a cerrar tras con tal suavidad, que D. Luis, aunque no hubiera estado tan absorto, no hubiera podido sentirla.

Allega Menialvo con su espada, Y dále un golpe tal que desafierra La lanza el enemigo, y aun pegada La lanza con la mano deja en tierra. El indio su mano destroncada, Y quiere escabullirse de la guerra, Mas no le dán lugar, que tras su mano Tendido le dejó Leiva en el llano.

-Agora, escribano -dijo Sancho-, yo que hay mucho que decir en eso. Y, en esto, llegó un corchete que traía asido a un mozo, y dijo: -Señor gobernador, este mancebo venía hacia nosotros, y, así como columbró la justicia, volvió las espaldas y comenzó a correr como un gamo, señal que debe de ser algún delincuente. Yo partí tras él, y, si no fuera porque tropezó y cayó, no le alcanzara jamás.

Saludónos a su manera, y tras él entró un mulato, zurdo y bizco, un sombrero con más falda que un monte y más copa que un nogal, la espada con más gavilanes que la caza del rey, un coleto de ante. Traía la cara de punto, porque a puros chirlos la tenía toda hilvanada. Entró y sentóse, saludando a los de casa.

Vino el cirujano, reconoció la herida, meneó la cabeza murmurando malorum, y tras el cirujano se acercó a la covacha el capellán, y oyó en confesión a Mañuco.

El vaporcito, ancho y profundo, de robusta chimenea, navegaba, sin embargo, como un pedazo de corcho a merced de las olas, sacudido, retorcido, zarandeado por encontradas fuerzas. A veces desaparecía su luz, como si se la hubiesen tragado las aguas, y tras largo eclipse volvía a aparecer más allá, donde nadie esperaba verla.

De vez en cuando se levantaban, trepaban a algún árbol para escuchar mejor; pero pasaban las horas una tras otra sin que ningún rumor viniera a turbar el silencio. Hacia media noche, vencidos por el sueño y el cansancio, iban ya a quedarse dormidos, cuando oyeron de pronto gritos lejanos. Ambos se pusieron en pie con las armas en la mano.

Iba por la calle adelante, satisfecho de su triunfo, cuando sintió rápidos y leves pasos detrás de . Al mismo tiempo oyó que le llamaban. Una mujer corría tras él. Al reconocer a Isidora, el pobre médico tembló de nuevo.