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En medio del cuarto apilaba sillas, y entre los huecos de ellas ponía cacharros, trebejos, la piedra de machacar carne, la mano del almirez, líos de trapo, escobas y cuanto encontraba a mano. El gato iba encima de todo. Después empezaba a descargar latigazos sobre el montón, y si alguna cosa se caía, allí eran los gritos y el patear.

Pero, amigo Rodríguez, hay otra ¡hay otra! . Esta forma, más o menos larvada, más o menos esfumada, escapa a la investigación de los espíritus superficiales, pero no a los temperamentos reflexivos. ¿Estamos, amigo Rodríguez? ¿Estamos? El pobre Rodríguez se encogió, se encogió hasta quedar convertido en un trapo.

Su único contento era entonces revolver su tesoro, ordenar y distribuir los objetos, que eran de una variedad extraordinaria, y por lo común, de una inutilidad absoluta. Los pedacitos de lanas de bordar y de sedas y trapo llenaban un cajón.

Pero no es esto lo mejor, sino que cate usted ahí, que sin saber ni cómo ni por dónde desaparece un a moo de jardín que había al frente. No parecía sino que el demonio había cargado con él. ¿Qué estás diciendo, Momo? dijo Dolores. Naica más que la purísima verdad. En lugar de la arboleda, había al frente un a moo de estrado con redondeles de trapo que sería de un palacio.

Y era tal su gesto, que Fuentes levantó los hombros cual si repeliese toda responsabilidad, y le volvió la espalda, aloyándose poco a poco, con la certeza de ser necesario de un momento a otro. Gallardo extendió su trapo en la misma cabeza de la fiera, y ésta le acometió. Un pase. «¡Olé!», rugieron los entusiastas.

Sábete que yo conozco las mañas de los toros bravos como las de los toros marrajos. María se echó a llorar. dijo Pepe , suelta el trapo, que ese es el Refugium peccatorum de las mujeres.

Extendió la muleta, quedando plantado ante el animal, pero a alguna distancia, no como otras veces, en las que enardecía al público tendiendo el trapo rojo casi en el hocico. Notose en el silencio de la plaza un movimiento de extrañeza, pero nadie dijo nada.

¿Por qué son perseguidos en todas partes, o más bien, por qué eran unitarios salvajes, y no federales sabios, toda esa multitud de hombres animosos y emprendedores que consagraban su tiempo a diversas mejoras sociales: éste a fomentar la educación pública, aquél a introducir el cultivo de la morera, este otro al de la caña de azúcar, ese otro a seguir el curso de los grandes ríos, sin otro interés personal, sin otra recompensa que la gloria de merecer bien de sus conciudadanos? ¿Por qué ha cesado este movimiento y esta solicitud? ¿Por qué no vemos levantarse de nuevo el genio de la civilización europea, que brillaba antes, aunque en bosquejo, en la República Argentina? ¿Por qué su Gobierno, unitario hoy, como no lo intentó jamás el mismo Rivadavia, no ha dedicado una sola mirada a examinar los inextinguibles y no tocados recursos de un suelo privilegiado? ¿Por qué no se ha consagrado una vigésima parte de los millones que devora una guerra fratricida y de exterminio a fomentar la educación del pueblo y promover su ventura? ¿Qué se le ha dado, en cambio, de sus sacrificios y de sus sufrimientos? ¡Un trapo colorado!

Extendió su muleta el espada, y la bestia acometió con sonoro bufido, pasando bajo el trapo rojo. «¡Olé!», rugió la muchedumbre, familiarizada ya con su antiguo ídolo y dispuesta a encontrar admirable todo cuanto hiciese. Siguió dando pases al toro, entre las aclamaciones de la gente que estaba a pocos pasos de él y viéndole de cerca le daba consejos. ¡Cuidado, Gallardo! El toro estaba muy entero.

También había lo que ella llamaba papel de encaje, que son las hojuelas estampadas que cubren las cajas de tabacos. Aquello era de los cigarros de Agustín, y se lo había dado Felipe. No contaré los papelillos de agujas vacíos, los guantes viejos, los tornillos, las flores de trapo, los pitos de San Isidro, los muñequillos, restos de un nacimiento, las mil menudencias allí hacinadas.