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Entretanto, en la aristocrática Tercera Avenida no hay elevado, ni tranvías, y al Central Park no entran los humildes fiacres que estamos habituados a ver en el Bois de Boulogne. No critico la medida, pero hago constar la falta de lógica. Puedo asegurar que no hay pueblo sobre la tierra que apegue más importancia a las preocupaciones humanas que radican en la vanidad.

Pero ya se podía preguntar por él, lo mismo al gobernador de Bilbao que al último pinche de Gallarta: nadie se mostraba insensible ante su nombre. Desde lo alto del Triano se veían minas y más minas, ferrocarriles con rosarios de vagonetas, planos inclinados, tranvías aéreos, rebaños de hombres atacando las canteras: de él, todo de él.

Avanzó por el jardín, dejando á sus espaldas la «villa». Le pareció más grande al quedar abandonada, y que su silencio ceñudo é irritado equivalía á una protesta muda. «¿Para eso la habían construído, gastando tan enormes cantidades?...» Por la carretera inmediata se deslizaban tranvías y carruajes repletos de gente de Monte-Carlo que iba en busca de un pedazo de mar sonriente, de un grupo de pinos, de una altura panorámica.

A estas habas contadas sucedieron otras. Tratábase de una red de tranvías aéreos. ¿El capital? Seguridad tenía de encontrarlo cuando los banqueros conocieran su plan. Pero estos no supieron ver la inmensidad de millones que podía dar de el negocio, y los tranvías aéreos se quedaron en los aires.

Circulaban con loca velocidad tranvías, automóviles y fiacres. Nunca se había visto en las calles de París tantos vehículos. Y sin embargo, los que necesitaban uno llamaban en vano á los conductores. Nadie quería servir á los civiles. Todos los medios de transporte eran para los militares; todas las carreras terminaban en las estaciones de ferrocarril.

¿No es la España del pasado, lo repito? ¡Id a dar una serenata en Buenos Aires, bajo la luz eléctrica, en medio de un millar de transeúntes y en combinación con las cornetas de los tranvías! Uno de mis amigos de Bogotá, queriendo organizar una serenata para la noche siguiente, llamó a un director de orquesta especialista y le pidió su presupuesto.

El ruido de los carruajes, el arrastre de los tranvías, todo el estrépito de la vida moderna pasaba, sin rozar ni conmover esta institución antiquísima, que permanecía allí tranquila, como quien se halla en su casa, insensible al paso del tiempo, sin fijarse en el cambio radical de cuanto le rodeaba, incapaz de reforma alguna. Mostrábanse orgullosos los huertanos de su tribunal.

Sólo á través de las ramas bajas de los árboles se veían pasar los techos de carruajes y tranvías. Cerró la noche y ella no vino. Al día siguiente Miguel volvió, pero discretamente, sin despertar la curiosidad de los tenderos, permaneciendo largas horas en aquella plazoleta de ciudad vieja, sin otro testigo que la mujer melancólica que ofrecía sus periódicos en un kiosco sin parroquianos.

El rodar de los coches y el chocar de los herrados cascos sobre el piso desigual y duro, formaban un ruido monótono, constante, que rasgaban de improviso los gritos de los vendedores, los pitos de los tranvías o las agrias notas de alguna murga que, refugiada en un portal, daba tormento a sus instrumentos de cobre enfundados en sacos de percalina negra.

Ya no pensaba en las torpes calumnias de los enemigos del Magistral; ya no se acordaba de que aquel era hombre, y se hubiera sentado sin miedo, sobre sus rodillas, como había oído decir que hacen las señoras con los caballeros en los tranvías de Nueva York.