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Actualizado: 4 de junio de 2025


Todo esto lo notó Lucía, más con el instinto que con el entendimiento, porque, inexperta y bisoña, no había llegado aún a dominar la filosofía del traje, en que tan maestras son las mujeres. A su vez la consideraba Artegui como aquel que, volviendo de países nevados y desiertos, mira a un vallecillo alegre que por casualidad encuentra en el camino.

Y procuraba librar su traje de sucios contactos al abrirse camino entre una muchedumbre de gentes mal vestidas y entusiastas que se agolpaban a la puerta del hotel. No tenían dinero para ir a la corrida, pero aprovechaban la ocasión de dar la mano al famoso Gallardo o tocar siquiera algo de su traje.

Iba ataviado con mucha elegancia, la corbata anudada con abandono y el traje, de tela ligera, tan holgado como era su gusto usar la ropa, sobre todo en verano. Tenía un modo de andar tan desenvuelto, una manera tan libre de moverse, vestido de ropa flotante que en ciertos momentos, de todo en todo asemejaba un joven extranjero, inglés o americano.

En otros corros se hablaba más del muerto; al menos se discutía el traje que le iban á poner.

Cada vez que se pone un traje me señala las medias, los zapatos, los sombreros y las «aigrettes» correspondientes. Los zapatos están en fila sobre un largo estante; más de cuarenta pares; los hay de todos los colores; altos, bajos, ni altos ni bajos. Las medias forman como un iris, con todas sus infinitas combinaciones.

I, pág. 250. Hay conformidad en todos de que el traje era del color, pero no de la hechura del hábito de San Francisco; por ello, sin duda, discutiendo D. Angel de los Ríos y Ríos con el autor de la Iconografía española , opinaba que lo que pareció al cura de los Palacios ropa monacal por comparación de la sociedad en que vivía, no era otra cosa que el abrigo de los marinos; el tabardo de las órdenes militares; el capote petrificado en las costumbres; el ropón de que hablaba el Dr.

Ella se apelotonaba contra el débil tronco, haciéndose más pequeña, como si quisiera escapar a aquellos ojos ardientes. Su instintivo movimiento de retroceso hizo cimbrearse el flexible árbol, y una lluvia de hojas amarillas como copos de ámbar cayó en torno de ella, enredándose en su trenza, pegándose a su tez, esparciéndose sobre su traje. Pálida, con la boca apretada y los labios azulados, iba murmurando palabras que sonaban apenas como débiles suspiros. Sus ojos, agrandados y húmedos, tenían la expresión angustiosa de los humildes de espíritu que piensan muchas cosas y no encuentran el modo de decirlas. ¡

La chusma de criollos, que oia estas noticias tan favorables á sus ideas, manifestaba el gozo que le causaban, y algunos intentaron salir á encontrarle, porque aseguraba el indio, que muy breve se hallaria en la ciudad de la Paz. D. Jacinto Rodriguez, convenido con la muger del capitan de aquellas milicias, D. Clemente Menacho, intentaron que todos los españoles usasen el traje de los indios.

Solamente algunos jóvenes, estudiantes en su mayor parte, fáciles de reconocer por su traje blanquísimo y su porte aliñado, se atrevían á circular de popa á proa, saltando por encima de cestos y cajas, alegres con la perspectiva de las próximas vacaciones.

La hija de Estrada-Rosa, lucía un traje elegantísimo recién salido del taller de una de las más afamadas modistas de París. Su belleza, de la cual sus compatriotas no conocían más que el delicado botón, se había convertido en rosa espléndida en los cinco años de vida refinada y elegante.

Palabra del Dia

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