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Actualizado: 22 de junio de 2025


El viento de la noche no disipó la embriaguez del torero. Cuando el amigo le dejó en la esquina de su calle, Gallardo anduvo con paso vacilante hacia su casa. Cerca de la puerta se detuvo, agarrándose a la pared con ambas manos y descansando la cabeza en los brazos, como si no pudiese soportar el peso de sus meditaciones.

¡Un torero! exclamó el artista , ¡un hombre del pueblo! ¿Os estáis chanceando? No, por cierto dijo el otro ; estoy muy lejos de chancearme. No habéis vivido como yo en España, y no conocéis el temple aristocrático de su pueblo. Ya veréis, ya veréis.

No sólo consintió esta buena señora que el torero entrase en la casa y se sentase a su mesa, sino también que las acompañase en público en más de una ocasión.

Un servidor, en los veinticuatro años que yevo con mi Teresa, no la he fartao ni con er pensamiento, y eso que soy torero y tuve mis buenos días, y más de una moza me puso los ojos tiernos. Gallardo acabó riéndose del banderillero. Hablaba como un padre prior. ¿Y era él quien quería comerse crudos a los frailes? Nacional, no seas bruto.

Para evitar nuevas complicaciones en sus embustes, don José siguió inventando una correspondencia que nunca llegaba a sus manos, por ir dirigida a otro. Doña Sol escribía, según él, al marqués por los asuntos de su fortuna, y al final de todas las cartas preguntaba por la salud de Gallardo. Otras veces eran las cartas a un primo suyo, y en ellas había iguales recuerdos para el torero.

Este, tan pronto estaba en la habitación del herido como subía al piso superior para consolar a las mujeres, oponiéndose a su propósito de ver al torero. Debían obedecer a los médicos y evitar emociones al enfermo. Juan estaba muy débil, y esta debilidad inspiraba más cuidado a los doctores que las heridas. A la mañana siguiente, el apoderado corrió a la estación.

Debía pensar que aquella señora estaba siempre viajando. ¡A saber dónde se hallaría en aquel momento!... Pero la tristeza del torero al creerse olvidado obligó a don José a mentir piadosamente. Días antes había recibido una breve carta de Italia, en la que doña Sol le pedía noticias del herido. ¡A verla! dijo con ansiedad el espada.

Todo se comenta en el café: los misterios de la Corte, la conducta del Gobierno y de las Cámaras, las manifestaciones de la prensa, las causas y sentencias ruidosas, los grandes escándalos, los sucesos internacionales y los triunfos gloriosos del literato y del torero, del orador y de la cantatriz.

Oyóla muy bien Diógenes, y liándose al cuerpo el waterproof, con el garbo del torero que se ciñe la capa para hacer con la cuadrilla el saludo al presidente, quiso hacer una pirueta; un ligero vahído se la cortó, sin embargo.

Su satisfacción fue todavía mayor cuando en La Campana, algunos toreros pero toreros de verdad fijaron su atención en el muchacho, preguntándole cómo marchaba de su herida. Después de este accidente ya no volvió a la tienda de su maestro. Sabía lo que eran los toros; su herida había servido para acrecentar su audacia. ¡Torero, nada más que torero!

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