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Actualizado: 22 de junio de 2025


Le gustaban las corridas de toros, y se hizo torero a los veinticuatro años, como podía haber adoptado otro oficio. El, además, sabía mucho, y hablaba con desprecio de los absurdos de la actual sociedad. No en balde se pasan varios años escuchando leer papeles. Por mal que le fuese en el toreo, siempre ganaría más y llevaría mejor vida que siendo un obrero hábil.

Y como el librero quedara indeciso, cual si no le comprendiese, el torero afirmó enérgicamente: Libros, ¿me entiende usté?... Libros de los más grandes; y si no le paece mal, que tengan doraos. Gallardo estaba satisfecho del aspecto de su biblioteca.

Cuando los caballos destripados soltaban su sangre sobre ella como un cántaro que se desfonda de golpe, Gallardo pensaba en los colores de la bandera nacional, los mismos que ondeaban en el tejado del circo. Las plazas, con sus diversas arquitecturas, también influían en la imaginación del torero, agitada por las fantasmagorías de la inquietud.

Al ver al torero en las inmediaciones de la plaza se aproximaron a él algunos individuos astrosos, parásitos del circo, vagabundos que dormían de limosna en las cuadras, sustentándose con la caridad de los aficionados y las sobras de los que comían en las tabernas inmediatas.

Un almuerzo de confianza en sus habitaciones. Vendría el amigo. Indudablemente sería de su gusto ver de cerca a un torero. Apenas hablaba castellano, pero le placería conocer a Gallardo. El espada apretó su mano, contestando con palabras incoherentes, y salió de la habitación. La ira enturbiaba su vista: le zumbaban los oídos.

Un muchacho valeroso, que clavaba magistralmente las banderillas, y al que también había bautizado un grupo de aficionados como «el torero del porvenir». Un día, en la plaza de Madrid, recibió una cornada en un brazo, y habían tenido que amputárselo, quedando inútil para la lidia.

Mas de pronto cayó sobre él, como si se desvaneciese todo el pasado, como si sus angustias y rabietas fuesen un ensueño, como si confesara un vergonzoso error. Sus brazos enormes y flácidos se arrollaron al cuello del torero y las lágrimas mojaron una de sus mejillas. ¡Hijo mío! ¡Juaniyo!... ¡Si te viera el pobre de tu padre! No yore, mare... que hoy es día de alegría. Va usté a ve.

Pero ¡ay! se habían hecho tan grandes e intratables! ¡Habían crecido tanto en el tiempo que él no pisaba la arena!... El juego consolaba a Gallardo, haciéndole olvidar sus preocupaciones. Volvió con nueva furia a perder el dinero en la mesa verde, rodeado de aquella juventud que no reparaba en sus fracasos porque era un torero elegante. Una noche se lo llevaron a cenar a la Venta de Eritaña.

Antes de salir se volvió hacia Enrique, que aún continuaba sentado, y le dijo severamente: ¿Por qué te has dejado esas ridículas patillas de torero? Me estorbaba la barba contestó el alférez humildemente, un poco ruborizado.

Un hombre que parecía extranjero le daba la mano, ayudándola a descender, y luego de hablar algunas palabras se alejó, mientras ella penetraba en el hotel. Era doña Sol. El torero no dudaba de su identidad. Tampoco dudaba del carácter de las relaciones que debían unirla con aquel extranjero, luego de ver sus miradas y la sonrisa con que se despidieron.

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