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Actualizado: 11 de noviembre de 2025


Sin saber por qué, se calla uno, y se siente como más fuerte, en el taller de las calderas. Y después, es como un paseo por una calle de máquinas. Todas se están moviendo a la vez.

El primero que se soltó fué don Segis, que vivía en una casita de dos balcones, pegada al convento de las Agustinas. Después fué don Juan el Salado. Después el coadjutor. Por último, el señor Anselmo, sacando la enorme llave lustrosa que le servía de batuta cuando dirigía la orquesta, abrió el taller donde dormía. Quedó el alcalde solo con la fuerza de su mando.

El marido fue empleado y quedó cesante sin auxilio, amparo ni valimiento; la mujer, que era menestrala, enfermó durante el primer embarazo y fue despedida del taller: rápidamente pasaron de la escasez a la pobreza y de la pobreza a la miseria; pero como eran jóvenes y se querían mucho, nada contuvo su pasión. En seis años de matrimonio tuvieron otros tantos hijos.

Son conocidos sus antecedentes y los patronos no se muestran muy aficionados a admitirlos. Sus compañeros de taller los desprecian. Si tienen dinero y se establecen por su cuenta, no encuentran obreros. ¿Se les reconoce, pues? ¿De qué modo? ¿Si alguno quisiera entrar a mi servicio, cómo podría yo saber quién era? No tenga usted cuidado.

, los lunes... hoy es martes... pero tiene usted seguridad de encontrar siempre a Fabrice en su taller... y probablemente también a su mujer, porque me parece que aquél está haciendo su retrato. ¡Ah! ¡eso me interesará! Habló Pedro en seguida de bailes, de teatros, y a poco se despidió de la señora de Aymaret. Al darle la mano le dijo ésta conmovida: ¡Muy contenta de verle tan prudente!

¿Cómo está don Fernando?... Sentía por el agitador un gran respeto desde sus tiempos de jornalero. La protección de los Dupont y la ductilidad con que se plegaba a todas sus manías, le habían elevado. Pero, como compensación a este servilismo que le había convertido en jefe del taller, guardaba un secreto afecto al revolucionario y a todos sus compañeros de la época de miseria.

Amparo se perecía por los colores vivos y fuertes, hasta el extremo de pasarse a veces una hora delante de algún escaparate contemplando una pieza de seda roja: así es que los primeros días, el taller con su colorido bajo le infundía ganas de morirse.

Doña Casta no estaba tranquila el día en que no iba a meter las narices en la tienda y taller, para traerle luego el cuento a doña Lupe de los encargos que había, y de lo que se estaba haciendo para la Casa Real y otras que sin ser reales tienen mucho dinero.

Los dueños de la casa llamada del portal de la Virgen, celebraban aquel día una simpática fiesta y ponían allí, junto al mismo taller de cucharas y molinillos que todavía existe, un altar con la cruz enramada, muchas velas y algunas figuras de nacimiento.

La zona luminosa de un rayo de sol, bullendo en átomos dorados, cortaba el ambiente, y el molino de la picadura acompañaba las conversaciones del taller con su acompasado y continuo tacatá, tacatá.

Palabra del Dia

vengado

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