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Actualizado: 16 de junio de 2025
Estaba ya en el primer piso, y ni siquiera había percibido, en la calma solemne del hotel, ninguno de esos detalles con que se revela la muerte al entrar en una casa. Estaba en el dormitorio de la señora: una habitación sumida en suave penumbra, que rasgaba una faja de sol filtrándose por un balcón entreabierto.
Parecía que, según el tren se alejaba de los tejados de un rojo sucio, casi pardo de la ciudad triste, sumida en sueño y en niebla, el alma de Frígilis se ensanchaba, respiraba a su gusto aquel pulmón de hierro.
Yo levantaba indolentemente la cabeza, y contemplaba sonriendo al buen cura que continuaba con ardor en sus pesquisas. Luego volvía a mis quimeras y concluía por quedar sumida en una vaga somnolencia. Me despertaron el rechinar de la barrera que cerraba el cerco del jardín y el sonido de una voz llena de alegría que me causó el más recio sacudimiento que sentí en mi vida.
Á cada paso, al subir una cuesta áspera y corva, Ayela se detenia jadeante, temblorosa; su mano buscaba apoyo en un muro, y de su boca hervoroso se exhalaba el ronco alentar que ahoga y en el comprimido pecho la sangre agitada agolpa. Fatigada, dolorida, llegó al fin á la Almanzora. Desierta la calle estaba, sumida en tinieblas, lóbrega, y al amor no daba amparo en sus rejas silenciosas.
Al entrar en la sacristía, en una capilla lateral, sumida en la sombra, vio una mujer sentada sobre la tarima, con la cabeza apoyada en el altar de relieve churrigueresco. ¡Serafina! ¡Bonifacio! ¿Qué haces aquí? ¿Qué he de hacer? Rezar. Y tú, ¿a qué vienes? Vengo a inscribir a mi hijo, que acaba de bautizarse, en el libro bautismal. Serafina se puso en pie.
Sumida en profundo y silencioso abatimiento, la mirada inquieta reflejaba el fondo intranquilo de su espíritu; pero no brotaba una queja de sus labios, ni hubiera sido posible averiguar, aun espiándola de cerca, la causa verdadera de su pesar. ¿Era quizá el disgusto de ver alejado de la casa al hombre que estaba enamorado de su hija?
María continuaba con la frente pegada a los cristales, sumida, al parecer, en una de sus largas y frecuentes meditaciones a que ya estaban acostumbrados los de casa, en realidad explorando con ojos ansiosos las sombras que envolvían la plaza de Nieva, sin atender poco ni mucho a la frívola conversación que los amigos de la casa sostenían.
A todas estas el cajón del dinero no se abría ni una sola vez, y a la vara de medir, sumida en plácida quietud, le faltaba poco para reverdecer y echar flores como la vara de San José. Y como pasaban meses y meses sin que se renovase el género, y allí no había más que maulas y vejeces, el trueno fue gordo y repentino.
Palabra del Dia
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