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Rafael sufría recordando que ya había adivinado ella esta situación cuando se resistía a su amor. Admiraba su resignación viendo que no profería ninguna palabra de queja, que fingía regocijo, ocultando lo que la gente decía. ¡Ah, los miserables! ¿Qué mal les había hecho aquella mujer? Amarle, entregarse a él haciéndole la regia limosna de su cuerpo.

Dondequiera que la encontraba requebrábala a su manera, bromeaba, sufría con paciencia sus «patas de gallo». Porque era Valentina el tipo de la artesana de Sarrió, en quien la falta de educación es una gracia más que añadir a las muchas que poseen. Concluído el equipo de Ventura, y no teniendo ocasión de verla, Pablito aprovechaba los bailes de las Escuelas para seguir festejándola.

Mi humildad me inducía a creerme un salvaje entre civilizados. Mi timidez me hacía pasar unos momentos horribles; una palabra, un gesto, cualquier cosa bastaba para que la sangre me subiese a la cara. Dolorcitas sonreía al verme turbado. Veía que sufría y se alegraba. Era la crueldad natural de la mujer.

No así con otros; había declarado la guerra a las palomas y a las gallinas, se entretenía en atormentar los insectos que caían en sus manos, y de ellas no escapaban con vida ni mayales ni mariposas. El gato, un gato regalón, muy querido de todos en la casa, huía del niño como del agua fría. Sólo Leal, el terranova pacífico y bonachón, el favorito de don Carlos, le sufría paciente y resignado.

Estaba orgullosa de su belleza. Habló de Venus como de un personaje real. Admiraba su serenidad olímpica dándose á los dioses y á los hombres, sin dejar de ser superior aun en el momento en que sufría el despotismo del sexo asaltante.

Estaba completamente sordo, teniendo que auxiliarse de una trompetilla para recoger algunos sonidos; su inteligencia sufría eclipses, y la memoria se le perdía en ocasiones casi por completo, quedándose en la tristeza del instante presente, sin ayer, sin historia, como si cayera de una nube en mitad de la vida, a la manera de un bólido. Sus distracciones eran ya puramente pueriles.

Juan se levantó, y los siguió con la vista a los dos, Bettina y Pablo. Una nube le pasó ante los ojos. Sufría atrozmente. No me queda más recurso que aprovechar este momento y partir se dijo. Mañana escribiré algunas líneas a madama Scott disculpándome. Dirigiose a la puerta, sin mirar a Bettina... Si la hubiera mirado, se habría quedado.

»En efecto, veíamos a Carlos casi diariamente; pero, fiel a su promesa, elegía las horas en que mi esposo estaba en casa; y nadie, excepto yo, podía adivinar lo que sufría su corazón. Nunca me dirigió una palabra, una mirada de amor; pero la intensa emoción que le devoraba poníase de manifiesto en sus ojos, y una mirada mía le decía con frecuencia que comprendía sus sufrimientos y su abnegación.

Un sentimiento que ella creyó ser de piedad, la arrastró de una manera irresistible hacia aquel ser que sufría por ella, y en un arrebato de ternura le preguntó: ¿Le duelen sus quemaduras, Juan? ¿No? Bueno, vamos a subir juntos ¿quiere, amigo mío? Había pasado su brazo bajo el de Juan e instintivamente buscaba un apoyo en aquel hombro robusto.

A veces una frase de Julio parecía, sin embargo, buscar la intimidad y la confianza; algo invisible la impulsaba entonces, más que nunca, a burlar la adivinada intención. Burlarle aunque tal victoria le costase la felicidad de su vida. Y no se explicaba a misma la razón oscura de este deseo. Porque sufría al pensar que él pudiera sufrir.