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Actualizado: 20 de junio de 2025
Simoun contaba que había sido atajado por una banda de tulisanes quienes, despues de agasajarle por un día le dejaron seguir el viaje sin exigirle más rescate que sus dos magníficos revólvers Smith y las dos cajas de cartuchos que consigo llevaba. Añadía que los tulisanes le habían encargado muchas memorias para su Excelencia, el Capitan General.
Pensaba en la encantadora Catalina Glover, en el noble Enrique Smith, de quien me había enamorado, provisionalmente, y hete aquí, que sin el menor preámbulo estallé en sollozos. ¡Dios mío! exclamó el cura levantándose rápidamente. ¡Querida Reinita, mi buena hijita! No le hagáis caso está enojada porque no la hemos llevado a C *.
Por la imaginación del joven maestro pasó la vista del lugar vacío al lado de la tumba de Smith, y el porvenir del débil ser que temblando de pasión tenía ante sí, inquietó vivamente su espíritu. Asiole ambas manos entre las suyas, y mirándola de lleno en sus sinceros ojos, le dijo: ¿Melisita, quieres venirte conmigo? Melisa le echó los brazos al cuello, y dijo, llena de alegría: Sí.
La niña señaló un montón como de vestidos andrajosos, deshechos y echados en el agujero por el último habitante de la misma. El maestro se aproximó y a la luz de una antorcha se inclinó sobre ellos. Era el cuerpo inerte de Smith con la pistola en la mano y la bala en el corazón, tendido al lado de su bolsa vacía.
En la ladera meridional del Red-Mountain, la larga espiga del acónito se lanzaba hacia arriba desde su asiento de anchas hojas y de nuevo sacudía sus campanillas de azul oscuro en el suave declive de las cimas. Una alfombra de verde y mullida hierba, ondulaba sobre la tumba de Smith esmaltada de brillantes botones de oro, y salpicada por la espuma de un sin fin de margaritas.
Pero le encomiendo no dé nada a Sofía Morfeo. No lo haga por lo que más quiero. ¿Sabe usted cuál es mi opinión sobeo ella? Pues, ésta: Que es detestable. Esto es todo, y nada más por hoy de su respetuosa servidora, Melisa Smith.»
El largo y cálido verano no se hizo esperar. A medida que cada ardiente día se consumía en pequeñas neblinas color gris perla en las cimas de las montañas, y la naciente brisa esparramaba rojas cenizas sobre el panorama, la verde alfombra que la temprana primavera había tendido por encima de la tumba de Smith, se marchitó hasta secarse por completo.
El pequeño camposanto había recogido en el pasado año nuevos habitantes, y nuevos montículos se elevaban de dos en dos a lo largo de la baja empalizada hasta alcanzar la tumba de Smith, dejando junto a ella un espacio. La superstición general la había evitado y el sitio al lado de Smith esperaba morador.
El maestro que había escuchado hasta entonces aquellas palabras con cierta impasibilidad, hubiera otorgado la indiferente limosna de la compasión y nada más a aquella criatura desaliñada, si al poco donaire de su destrenzado cabello y sucia cara, hubiese añadido la humildad de las lágrimas; pero con el instinto natural aunque ilógico de sus semejantes, su atrevimiento despertó en él algo de aquel respeto que todas las naturalezas originales se tributan inconscientemente unas a otras, en cualquier posición social, y la contempló con más fijeza a medida que continuaba aún hablando rápidamente, con la mano en la aldaba y la mirada fija en él: ¡Me llamo Melisa, Melisa Smith!
Los escoceses, dice Buckle, han hecho la guerra a casi todos sus reyes, han decapitado a varios, han asesinado a otros; y hasta han vendido a uno de ellos, por cierta suma de dinero que les hacía mucha falta. Esta cordura de los escoceses les ha valido el prosperar y el progresar, y sobre todo la gloria de que el salvador Adam Smith nazca entre ellos.
Palabra del Dia
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