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Actualizado: 26 de julio de 2025


Y yo no me enfadé, y volví, y todos los días le traía algo á la Silvia. Como usted era el que iba á la compra, no le podíamos sisar, y la infeliz no tenía una triste chambra que ponerse. Era una mártira, D. Francisco, una mártira; ¡y usted guardando el dinero y dándolo á peseta por duro al mes! Y mientre tanto, no comían más que mojama cruda con pan seco y ensalada.

Al verle tan huraño, y que se escondía cuando entraba doña Silvia con su hija, creía que hablarle a este chico de mujeres era como mentarle al diablo la cruz. Fíese usted de apariencias.

Desta Silvia enamorado Andube un tiempo en mi tierra, Y la fuerza desta guerra Me ha traido á este estado. Cumpli en esto mi deseo, Y pensando ir á Milan, Truxome el hado á este afan De esclavitud, do me veo. No pierdas la confianza En esta vida importuna, Pues sabes que de fortuna La condicion es mudanza.

Ni yo que te diga, Silvia mia, Sino que á tal estremo soi venida, Que le tengo de amar sea quien se fuere; Solo te ruego, que procures, Silvia, De ablandar esta fiera tigre Hircana, Y atraerle con dulces sentimientos A que sienta la pena que padece Esta misera esclava de su esclavo: Y si esto, Silvia, haces, yo te juro Por todo el Alcoran de buscar modo Como con brevedad alegre vuelvas Al patrio dulce suelo deseado.

Gracias que yo partía con ustedes lo que me daban en las casas ricas, y una noche, ¿se acuerda? traje un hueso de jabalí que lo estuvo usted echando en el puchero seis días seguidos, hasta que se quedó mas seco que su alma puñalera. Yo no tenía obligación de traer nada: lo hacía por la Silvia, á quien cogí en brazos cuando nació de señá Rufinica, la del callejón del Perro.

Lo mismo ella que su tía se pasmaron de ver en el semblante del joven una alegría inusitada, Los ojos le brillaban, y hasta en la manera de saludar a D. Francisco advirtieron algo extraño, que las llenó de alarma. «Hola, D. Paco; yo bien, ¿y usted?... Y doña Silvia y Rufinita, ¿siguen tomando los baños del Manzanares?». Este lenguaje tan confianzudo, era lo más contrario al temperamento y a la timidez de Maxi.

Más arriba, entre aquel revoltijo de piel polvorosa, lucían los ojos de pescado, dentro de un cerco de pimentón húmedo. Lo demás de la persona desaparecía bajo un envoltorio de trapos y dentro de la remendada falda, en la cual había restos de un traje de la madre de Doña Silvia, cuando era polla.

Cuando diluviaba, entraba diciendo: «Hace un polvo atroz». Aquel día hacía mucho calor y sequedad, motivo sobrado para que mi hombre se luciera: «¡Vaya una nevada que está cayendo!». Estas gracias sólo las reían doña Silvia y doña Lupe. Maxi llevaba su levita nueva y la chistera que aquel día se puso por primera vez.

Después de comer, estaba él animadísimo, cual no lo había estado en mucho tiempo, pero sus conceptos eran de lo más estrafalario que imaginarse puede. Como entraran doña Silvia y Rufinita, de visita, doña Lupe se fue con ellas a la sala, y los esposos se quedaron solos. Maxi se levantó, y estiró todo el cuerpo, elevando los brazos. iv

Molestaban a Fortunata las visitas que, según ella, sólo iban por curiosear. Doña Silvia no había podido resistir la curiosidad y se plantó en la casa el mismo día en que la novia salió del convento. Al otro día fue Paquita Morejón, esposa de D. Basilio Andrés de la Caña, y ambas parecieron a Fortunata impertinentes y entrometidas.

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