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Comprendió también de dónde provenía aquella nefasta invasión, y con larga serie de juramentos en voz alta, dió su maizal por perdido. ¿Qué podía hacer Yaguaí solo? Fué al rozado, acariciando al fox-terrier, y silbó a sus perros; pero apenas los rastreadores de tigres sentían los dientes de las ratas en el hocico, chillaban, restregándolo a dos patas.

¡Usted se arrepentirá de esto! silbó amenazadoramente, pronunciando entre dientes una maldición. Ya lo que anda usted buscando... pero y se rió, pero jamás obtendrá el secreto que le dio los millones a Blair. Usted cree tener en su mano el hilo que le descubrirá el misterio, pero pronto se dará cuenta de su error. ¿Y cuál es mi error? No asociarse a , en vez de insultarme.

Ella fue la primera en avanzar por el pasadizo, explorando sus ángulos y recovecos. Luego silbó suavemente, como un ojeador que indica el sendero, y Fernando abandonó el camarote apresuradamente, seguido en su fuga por los besos que le enviaba Nélida con las puntas de los dedos.

Ataron a Lescoët a una escala de cuerdas, los brazos en alto y el cuerpo desnudo hasta la cintura. Estamos dispuestos dijo Zeli. Kernok hizo un signo, y la cuerda silbó y resonó sobre la espalda de Lescoët. Hasta el sexto golpe se comportó muy decorosamente; no se oía más que una especie de gemido sordo que acompañaba cada zurriagazo.

7 Y desvaneceré el consejo de Judá y de Jerusalén en este lugar; y les haré que caigan a cuchillo delante de sus enemigos, y en las manos de los que buscan sus almas; y daré sus cuerpos para comida de las aves del cielo y de las bestias de la tierra; 8 y pondré a esta ciudad por espanto y silbo; todo aquel que pasare por ella se maravillará, y silbará sobre todas sus plagas.

Tal vez creyó que iban gendarmes con nosotros. Cuando entró, ruborizose un poco la aduanera. Es mi primo nos dijo. No hay temor de que éste se pierda entre la espesura. Díjole después algunas palabras en voz baja, señalándole el enfermo. Inclinose el hombre sin replicar, silbó a su perro y salió corriendo a todo escape, escopeta al hombro, saltando de peña en peña a grandes zancadas.

Y abriendo violentamente la puerta una gran bocanada de aire ensordeció sus oídos con el vals de La Gran Duquesa, apagando por completo el dulce silbo del cielo, el piadoso clamor de la misericordia: Ora pro nobis!... Por calles extraviadas y volviendo siempre la cara atrás, cual si le persiguiesen, llegó a casa de la Albornoz muy agitado.

Uno de los presos suplicó que le dejasen descansar porque tenía que hacer una necesidad. ¡El lugar es peligroso! contestó el cabo, mirando inquieto al monte; ¡súlung! ¡Súlung! repitió Mautang. Y silbó la vara. El preso se retorció y le miró con ojos de reproche: ¡Eres más cruel que el mismo español! dijo el preso. Mautang le replicó con otros golpes.

Los barquillos, dorados y tibios, caían en el regazo de la muchacha, que los iba introduciendo unos en otros a guisa de tubos de catalejo, y colocándolos simétricamente en el fondo del cañuto; labor que se ejecutaba en silencio, sin que se oyese más rumor que el crujir de la leña, el rítmico chirrido de las tenazas al abrir y cerrar sus fauces de hierro, el seco choque de los crocantes barquillos al tropezarse, y el silbo del amohado al evaporar su humedad sobre la ardiente placa.

Pasaremos nuestra vida a caballo, en carruaje, por los campos y los bosques. ¡Diez días de libertad! ¡Y durante estos días no se presentará ningún pretendiente, ni uno solo! ¡Dios mío! todos estos pretendientes ¿de qué estarán enamorados? ¿de o de mi dinero? Este es el misterio, el misterio impenetrable. La máquina silbó, el tren se movió lentamente.