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El viento silbaba en las encrucijadas, ladraban los perros, comenzaba a llover a chaparrón. Decidí entrar en la primera fonda o posada que me saliera al paso. La primera que encontré fue una que tenía una enseña con un caballo. Se llamaba así: El Caballo Blanco. Era de estas fondas tranquilas, poco frecuentadas, que hay en las islas británicas, que tienen un carácter de limpieza y respetabilidad.

Le pagué lo que me dijo y me acosté. Seguía lloviendo; el agua azotaba los cristales, el viento silbaba furioso, dando unas notas de tiple extraordinarias. Me metí en la cama y me dormí al momento. Me desperté antes del amanecer con un sobresalto. Me asomé a la ventana; no llovía; me vestí rápidamente y bajé las escaleras.

¡Escúchame, Pepa, por Dios!... ¡Si me salvas, te juro por las cenizas de mi madre y por mi salvación, que te regalaré los cinco mil pesos que tengo en el banco!... ¡Piénsalo bien, Pepa!... Podrías comprarte con eso una quintita y vivir feliz... Pepa silbaba siempre...

Entonces, , había decisión popular; las injurias y denuestos que vomitaron los enemigos de Buenos Aires; ¡aquellos bandidos! las pagaron caras. ¡Qué barra, qué barra lucida y resuelta; cómo silbaba a los traidores y cómo aplaudía a aquellos patriotas! Yo tengo presente ese día observó uno de los personajes que allí estaban.

El bosque estaba húmedo aún; los rayos del sol no habían tenido tiempo de ahuyentar el frescor nocturno; por eso el doctor Chevirev prefería dar un rodeo y caminar por campo abierto. Bien afeitado, muy currutaco con su sombrero de copa, balanceaba negligentemente su mano enguantada, y silbaba, acompañando a los pájaros, cuyas canciones resonaban en la atmósfera.

Silbaba desde abajo para que los trabajadores hiciesen descender el cable, y sentándose en uno de los platos más pequeños empleados en el servicio, subía sin fatiga hasta la gran planicie donde apoyaba sus codos el gigante amigo.

Ella marchaba al mismo paso que yo, con una agilidad de campesina; en sus miradas se expresaba alternativamente la timidez, la audacia y el enfado. El día estaba gris, el mar lleno de bruma; el viento silbaba entre los árboles, agitando las hojas rojizas de las hayas que aun quedaban en las ramas y las copas negruzcas de los pinos. Grandes gotas de agua sonaban en la hojarasca seca.

Le dirigí algunas preguntas acerca del capitán; me contestó con monosílabos, y, en vista de que no manifestaba muchas ganas de hablar, enmudecí. El caballo tomó un trotecillo no muy cómodo, y por la carretera, húmeda, llegamos en una hora a la playa de las Ánimas. El viento silbaba y gemía con alaridos violentos; el mar bramaba en la playa y la resaca debía de ser furiosa.

Afuera, el viento silbaba con furia, haciendo retemblar puertas y ventanas. El capitán, después de tomar el café, pareció reanimarse; me miró con atención, esperó a que su hija saliera y me dijo rápidamente: Yo soy Juan de Aguirre, el marino, el hermano de su madre de usted, el que desapareció. ¡Usted es Juan de Aguirre! . ¿Mi tío? El mismo. ¡Y por qué no habérmelo dicho antes!

El insular, como todos sus compatriotas que viajan, tenia vieja amistad con el mar, y el puente del vapor le gustaba de preferencia. Yo, entretanto, leia ó dormia en el camarote, una vez que se perdió de vista la costa de Marsella. Al dia siguiente desde mi alcoba, en el hotel de las «Cuatro naciones», en Barcelona, que en la pieza contigua silbaba alguno el himno británico God save the queen.