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Actualizado: 10 de mayo de 2025
Adiós amores con don Álvaro, amores cada vez más escasos, más escatimados por el libertino gracioso, que iba menudeando las propinas y encareciendo las caricias, pero al fin amores señoritos, que la tenían orgullosa. ¿Qué hacer? No cabía duda, ser prudente, coger el codiciado fruto, entrar en aquella canonjía, en casa del Magistral.
No le gustaban los jornaleros, y con instinto superior a sus años, adivinaba que los señoritos eran peligrosos. Como crecida a puerta de calle, sabía mucho más de lo que debe ignorar la pureza; pero esto que, a ser ella tonta, hubiera constituido un escollo, dado su natural despejo se trocaba en ventaja.
Cuantas seguridades se habían dado a la servidumbre de que Barragán era una buena persona y no un malhechor fueron insuficientes a disipar sus recelos. En el fondo las criadas estaban convencidas de que un día u otro aquel sujeto jugaría una mala partida a sus señoritos. Pásele inmediatamente y no vuelva usted a hacer eso.
Eran señoritos de Cádiz, acostumbrados a la vida fácil y placentera de un gran puerto; caballeros de Jerez, dueños de cortijos, hombres de pelo en pecho, grandes jinetes, expertos en las armas e incansables corredores de juergas: hasta curas entraban en el movimiento, afirmando que Jesús fue el primer republicano y que al morir en la cruz dijo algo así como «Libertad, Igualdad y Fraternidad».
Había hecho esfuerzos por no acordarse del pasado; pero la más insignificante circunstancia, el paso por un camino en el que había galopado junto a la hermosa amazona, el encuentro en la calle con una inglesa rubia, el trato con aquellos señoritos de Sevilla que eran sus parientes, todo resucitaba la imagen de doña Sol. ¡Ay, esta mujer!... No encontraría otra como ella.
Alguna duquesa confinada en oscuro pueblo, después de adornar los saraos de la corte, debe sentir por los señoritos del poblachón lo que la pitillera por Chinto. Enfadábale todo en él: la necia abertura de su boca, la pequeñez de sus ojos, lo sinuoso y desgarbado de su andar, su glotona manera de comer el caldo.
De tarde en tarde algunos señoritos se daban de bofetadas en el Espolón, en algún sitio público, pero no pasaba de ahí. Los insultos no tenían jamás consecuencias. Nunca había habido en Vetusta una sala de armas.
Clara sentada en un diván tenía al niño en sus brazos mientras aquél a su lado se esforzaba en hacer reír al pequeñuelo retozando con él. El criado se presentó. Una señora pregunta por los señoritos. ¿Quién es? ¿Ha dado su nombre? No, señor. Ha dicho que es de confianza y quiere darles una sorpresa. Tristán quedó un momento vacilante.
En el Círculo Caballista, hasta los señoritos más alegres olvidaban los méritos de sus jacas, los excelencias de sus perros y el garbo de las mozas cuya propiedad se disputaban, para no hablar más que de aquella gente tostada por el sol, curtida por los penalidades, sucia, maloliente y de ojos rencorosos que prestaba los brazos a sus viñas.
Su pobreza ansiaba vengarse en esta noche extraordinaria, y todos ellos vociferaban dirigiéndose a los cafés llenos de gente acomodada, a los clubs donde se reunían los señoritos: ¡Aquí están los macarenos! ¡Que vengan toos a ver lo mejó der mundo! ¡Viva la Virgen!
Palabra del Dia
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