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Actualizado: 3 de junio de 2025


Todo ha concluido, es libre, puede partir... y, sin embargo, no lo hace. Mira a su alrededor... ¡cuán feliz era tres meses antes, cuando salía de aquel gran patio, a caballo, en medio del ruido de los cañones que rodaban en el suelo de Souvigny! ¡Y cuán tristemente saldrá hoy! Antes su vida se limitaba ahí... ahora ¿hasta dónde irá?

La vía automática de una compañía extranjera deslizaba en un espacio de varias leguas sus vagonetas, que parecían seres animados. Los vehículos rodaban en dos filas, en opuestas direcciones, cabeceando lentamente como bueyes sumisos, siguiendo su camino en línea recta, encontrando un puente sobre cada abismo y atravesando las alturas por túneles pendientes que los devoraban.

Y con este deseo de perdón, faltó poco para que lo besase en plena calle. Pasaban junto a ellos otros automóviles descubiertos con pasajeros del Goethe. Parecía haberse multiplicado su número prodigiosamente al fraccionarse en grupos. Casi todos los vehículos que rodaban a aquella hora por la ciudad estaban ocupados por ellos.

El cielo mostraba la faz severa, aunque tornadiza; algunas nubes grandes y oscuras rodaban sobre los edificios de la Puerta del Sol, desahogándose un poco de su peso; cruzaban con harta prisa para no presumir que pronto vendría un claro que permitiera escaparse.

Bastábale saber que el lujo y la abundancia rodaban por aquellos suelos lo mismo que antes, y que su abuelo, hecho una ruina ya, aunque de mala gana y refunfuñando, acudía siempre a las llamadas de la hija en sus continuos apuros.

Por entonces comenzó a llamársela la Montálvez, llaneza que acreditaba su bien adquirida popularidad, como en otro tiempo la había acreditado, entre la juventud de rechupete, otra llaneza, algo más fina y culta: Nica Montálvez. Lo cierto es que Madrid se llenó de cosas de la Montálvez, y que hasta las que rodaban por tertulias y cafés sin madre conocida, se le atribuían a ella.

Ir a Valencia era seguir el camino de la riqueza, y el nombre de la ciudad figuraba en todas las conversaciones de los pobres matrimonios aragoneses durante las noches de nieve, junto a los humeantes leños, sonando en sus oídos como el de un paraíso donde las onzas y los duros rodaban por las calles, bastando agacharse para cogerlos.

Algunas gotas de sudor le rodaban por la frente; sus luengas barbas negras y ásperas barrían como una escoba la mesa cuando bajaba hacia ella la cabeza para invitar dulcemente a Fernández a que se explicase mejor; sus ojos encarnizados rodaban por las órbitas con inquietud y ansiedad. Al fin se decidió a preguntar: ¿Y mis hijastros? Muerte dijo la mesa.

Rodaban automóviles ante el pabellón entre gritos de mando. Debía ser el convoy sanitario que evacuaba el castillo. Luego, cerca del amanecer, un estrépito de caballos, de máquinas rodantes, pasó la verja, haciendo temblar el suelo. Media hora después sonó el trote humano de una multitud que marchaba aceleradamente, perdiéndose en las profundidades del parque. Amanecía cuando saltó del lecho.

Pepe Castro se volvió estupefacto. Por las pálidas mejillas del marqués rodaban algunas lágrimas de enternecimiento. Hizo un mohín de lástima y siguió arreglándose los bigotes. Al cabo de unos momentos de silencio, dijo: Dispensa, chico. No tengo esas dos mil pesetas; pero aunque las tuviera puedes estar seguro de que me guardaría de dártelas si las ibas a emplear como dices.

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