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Actualizado: 24 de junio de 2025
El coche atravesaba entonces la Plaza de la Concordia, regada con la sangre de María Antonieta y Luis XVI; al frente se extendía la calle Real, cerrada en el fondo por la soberbia fachada de la Magdalena, descansando sobre sus cincuenta y dos gigantescas columnas corintias; a la espalda, el palacio Borbón, asomando por detrás del puente de la Concordia, rodeado de jardines y de estatuas; a la izquierda, la avenida de los Campos Elíseos, cerrada a enorme distancia por el Arco de la Estrella; a la derecha, del lado de acá del río y entre los frondosos jardines imperiales, lo que quedaba entonces de las Tullerías: algunos muros calcinados por el incendio, un tremendo desengaño histórico, una imagen de la majestad real, abofeteada, escupida y asesinada a garrotazos por Rochefort y Luisa Michel; y en medio de la plaza, levantándose entre las dos fuentes monumentales, como un gigante de otras edades, el decano de París, el obelisco Lucsor, el amigo de los faraones, el testigo de las épocas fabulosas que cuenta por meses las centurias y se ríe, acordándose de sus momias egipcias, de aquel hormiguero humano que a sus pies se agita, haciéndole repetir lo que puso años antes un poeta en su lengua de granito: Oh! dans cent ans, quels laids squelettes Fera ce peuple impie et fou, Qui se couche sans bandelettes Dans des cercueils qui ferme un clou!
Entonces continuó seré un millonario á la americana ¿Quién sabe hasta dónde puede llegar mi fortuna?... Una legua de tierra regada vale millones... y yo tengo varias leguas.
El vigilante Cacambo no se habia olvidado de hacer buen repuesto de pan, chocolate, jamon, fruta, y botas de buen vino, y así se metiéron con sus caballos andaluces en un pais desconocido, donde no descubriéron sendero ninguno trillado: al cabo se ofreció á su vista una hermosa pradera regada de mil arroyuelos, y nuestros dos caminantes dexáron pacer sus caballerías, Cacambo propuso á su amo que comiese, dándole con el consejo el exemplo. ¿Cómo quieres, le dixo Candido, que coma jamon, después de haber muerto al hijo del señor baron, y viéndome condenado á no volver á mirar á la bella Cunegunda? ¿Qué me valdrá el alargar mis desventurados años, debiendo pasailos léjos de ella en los remordimientos y la desesperacion? ¿Qué dirá el diarista de Trevoux?
La caballeriza, barrida y regada prolijamente, había sido desalojada de cuanto podía disminuir su capacidad de salón de baile, dispuesto con bancos en los costados; un gran farol sobre la pared del fondo; cuatro farolitos chinescos colgantes del techo y guías de sauces adornando los pilares del frente.
No he hallado nada en él de malo... Solamente que pienso que no acaba de entenderme concluyó por manifestar, viéndose apretada. Todo ministro del Señor repuso ásperamente el P. Gil entiende lo que es pecado, y esto basta. Pero la confesión que siguió, larga, sincera, fervorosa, regada más de una vez por las lágrimas, hizo cambiar la disposición del clérigo.
Palabra del Dia
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