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Actualizado: 17 de mayo de 2025


De los profundos senos líquidos de aquel infinito salía una música grave, pero insinuante, que empezó a sonar como caricia paternal en los oídos de nuestros jóvenes. El gran desierto de agua cantaba y vibraba en los espacios como el eterno instrumento del Hacedor. La brisa que de sus olas llegaba tenía una frialdad grata que les refrescaba las sienes y las mejillas.

Su charla era un gorjeo dulce, insinuante, que me conmovía y refrescaba el corazón; a impulso de ella se fue disipando poco a poco el tropel de pensamientos pérfidos que vagaba por mi cabeza. Sin saber de qué modo, también desaparecieron todos mis temores; me figuraba que aquella niña tenía algún parentesco conmigo, y no hallaba extraordinaria y peligrosa nuestra situación como al principio.

Soledad se volvió con la faz sonriente y replicó, aludiendo también al final de los cuentos: Te regalaré unos zapatitos de manteca, si los quieres. Quedaron al fin solos. Velázquez no halló palabras, acometido á un tiempo mismo de turbación y gozo. Embargábale una emoción gratísima, una ternura suave que refrescaba su corazón y lo bañaba de deleite. Jamás había experimentado aquello.

Creíase estar dentro de una ciudad calada, transparente, de un inmenso cosmorama de aquellos que, cuando niños, inquietan nuestra fantasía y despiertan en el corazón ansias invencibles de lanzarse a otras regiones misteriosas y poéticas. Aspirábanse aromas embriagadores. Ni un leve soplo de brisa refrescaba la frente.

Isabel Cordero, que se anticipaba a su época, presintió la traída de aguas del Lozoya, en aquellos veranos ardorosos en que el Ayuntamiento refrescaba y alimentaba las fuentes del Berro y de la Teja con cubas de agua sacada de los pozos; en aquellos tiempos en que los portales eran sentinas y en que los vecinos iban de un cuarto a otro con el pucherito en la mano, pidiendo por favor un poco de agua para afeitarse.

Mientras conversábamos de esta suerte íbamos caminando sosegadamente por las calles. Para evitar el encuentro con cualquier pariente ó conocido de la niña, procuré seguir las menos principales. Su charla era un gorjeo dulce, insinuante, que me conmovía y refrescaba el corazón.

Dice Ballester que tome mucho hierro, pero mucho hierro, y que esto es falta de glóbulos en la sangre, y así debe de ser... Esta máquina mía nunca ha sido muy famosa, y ahora está que no vale dos cuartos...». Fortunata le miraba y sentía una lástima profunda. Quizás esta lástima refrescaba el cariño fraternal que había empezado a marchitarse.

Heridos el olfato y la vista, pronto se iban despertando las facultades espirituales, la memoria se le refrescaba y el entendimiento se le desentumecía. Proporcionábale el café las sensaciones íntimas que son propias del hogar doméstico, y al entrar le sonreían todos los objetos, como si fueran suyos.

Este olor había invadido toda la habitación y la refrescaba con un perfume de salud y de limpieza más grato que todas las esencias y pomadas. Era el perfume que acompañaba siempre a Marta, al decir de su padre, y parecía exclusivamente creado para ella.

Su charla era un gorjeo dulce, insinuante, que me conmovía y refrescaba el corazón; a impulso de ella se fue disipando poco a poco el tropel de pensamientos pérfidos que vagaba por mi cabeza. Sin saber de qué modo, también desaparecieron todos mis temores; me figuraba que aquella niña tenía algún parentesco conmigo, y no hallaba extraordinaria y peligrosa nuestra situación como al principio.

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