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Actualizado: 17 de mayo de 2025
En una de ellas, sintió que el viento tiraba de sus piernas poniéndolas verticales, mientras él se mantenía agarrado á un pedrusco. Era tal su voluntad de avanzar, que marchó á gatas, aprovechando los intervalos entre las ráfagas. Hubo una larga calma, y entonces caminó verticalmente, reconociendo algunos detalles del paisaje que indicaban la proximidad del lugar buscado por él.
La temperatura, determinada no ya por la latitud, sino por la elevación, empieza a variar; la transpiración se detiene, ráfagas frescas comienzan a acariciar el rostro, y la presión atmosférica, haciéndose más leve, dificulta un tanto la respiración para el pulmón habituado al aire compacto de la tierra caliente.
Los músicos seguían cantando, pero con suspiros melancólicos, al abrigo de una esquina, para librarse de las ráfagas furiosas del mar. «¡Morir... morir per te!», gemía una voz de barítono entre arpas y violines... ¡Y ella llegó!
El viento soplaba con fuerza, en ráfagas violentas; las olas batían las rocas del Izarra produciendo un estruendo espantoso y llenándolas de espuma. Pasamos por delante de Frayburu, la peña grande, negra, la hermana mayor de las rocas del Izarra, que desde el mar parece un torreón en ruinas. Comenzamos a acercarnos al Stella Maris.
Vanas esperanzas no se atrevía a darle, temiendo que el golpe fuera después más rudo. Al fin le dejó llorar en silencio largo rato. Quedó abstraído en intensa meditación con los ojos fijos en el suelo. Pero lo que en su cerebro bullía reflejábase en ellos pasando como ráfagas vivas. A medida que el tiempo trascurría estas ráfagas se fueron haciendo más recias.
Amanecía una mañana imponente, con un temporal deshecho. El viento mugía en las calles. Las mujeres y chicos de los pescadores que habían salido al mar estaban en el Rompeolas y en el muelle contemplando el horizonte en actitud de trágica desesperación. Recorrí el muelle luchando con las ráfagas de aire y subí al cobertizo del atalayero en el Rompeolas.
Magdalena estaba advertida: era imposible que no lo estuviera. Pero, ¿desde cuándo? Acaso desde el día que, respirando ella también un aire más agitado, había sentido ráfagas calurosas que no estaban a la temperatura de nuestra antigua y serena amistad. El día que me pareció tener la certeza de este hecho, no me bastó la mera creencia. Deseé una prueba y quise obligar a dármela a Magdalena.
Más entoldado cada vez el celaje, se acumulaban en él nubarrones plomizos, como enormes copos de algodón en rama, hacia la parte donde caían Biarritz y el Océano. Ráfagas sofocantes cruzaban, muy bajas, casi a flor de tierra, doblegando los tallos de los juncos y estremeciendo el agudo follaje de los mimbrales a su hálito de fuego.
No despertaron hasta después de las nueve de la mañana, precisamente cuando comenzaba a calmarse. Las nubes huían hacia el Norte, en dirección del estrecho de Torres y de Nueva Guinea o Papuasia, impulsadas por las últimas ráfagas, y un sol espléndido brillaba hacia la costa australiana, dorando las olas del golfo de Carpentaria, que aún seguían agitadas.
Daban paso estos intersticios a unas súbitas ráfagas de claridad, que unas veces caían sobre las olas y otras sobre el campo, desapareciendo en breve, reemplazadas por la sombra de otras mustias nubes, cuyas alternativas de luz y de sombra daban extraordinaria animación al paisaje.
Palabra del Dia
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