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Fijos allí, no quitábamos los ojos de la tremenda fila de corazas que resplandecían en la loma de enfrente, quietas y confiadas en su valor y pesadumbre.

Antes llegaba con una velocidad de relámpago al cuello de la fiera; ahora era un viaje interminable, un vacío pavoroso, que no sabía cómo salvar. Sus piernas también eran otras. Parecían vivir sueltas, con propia vida, independientes del resto del cuerpo. En vano su voluntad las ordenaba permanecer quietas y firmes, como otras veces. No obedecían.

Debía de ser alguna de las jefas, porque los grupos se espaciaron dejándola avanzar hasta la caja del coche, mientras ella, gesticulando enérgicamente, decía con los brazos en alto: ¡Compañeras, quietas! ¡Chicas, no tiréis! ¡Dejadme hablar... no seáis bestias! Viendo a aquella mujer, la más joven de ambas damas, dio un grito de asombro y de sorpresa, exclamando: ¡Manuela! ¡Yo soy señá duquesa!

Las aguas del Ausente dormían su sueño profundo, quietas, inmóviles como el día en que Dios las vertió en aquella inmensa pila de granito. No siempre estaban así. Alguna vez, de tarde en tarde, solían despertar y esperezarse como un monstruo, con terribles sacudidas, lanzando su baba espumosa á las paredes que lo guardaban prisionero.

Aquellas bóvedas silenciosas, quietas y como amontonadas sobre mismas, aquella techumbre formidable que parece estar suspendida por el genio del hombre, no nos trae esperanzas del cielo, no nos trae palabras y consuelos de otra vida mejor, pero nos da una grande idea de la tierra. Aquí todo respira grandeza, atrevimiento, orgullo.

Andrés la siguió, y se sentó silenciosamente a su lado. Los dos se miraron un rato, pugnando para no reír. Las manos quietas, ¿eh? preguntó ella. Andrés contestó afirmativamente con la cabeza. ¡Vaya, vaya con D. Andrés! ¡Tan bueno y encogido como parecía! ¡Pues no va sacando poco los pies de las alforjas! Querrás decir las manos. Eso es, las manos... ¡cierto! repuso soltando a reír.

Recibiéronlos, pues, con muestras de satisfacción, y todo el mundo se apresuró a acomodarse nuevamente en las falúas, que con el oleaje no estaban quietas un instante, como caballos enjaezados, esperando al jinete al pie de la cuadra. Izáronse las velas y, dando largar bordadas para aprovechar el viento, hicieron rumbo hacia El Moral.

Los españoles lo invaden en verano, los ingleses en invierno y los rusos en otoño, como si por turno quisieran disfrutar sus comodidades bastante problemáticas y sus encantos harto discutibles. El lujo se apresuró a levantar allí villas y palacios; la especulación, hoteles y casinos; sólo la piedad se quedó con las manos quietas. En Biarritz apenas si existe una iglesia.

De genio totalmente contrario, son las naciones vecinas que viven pacíficas y quietas en sus confines y por eso les es de terror y espanto la milicia de los Chiquitos, los cuales, después de hacerles esclavos de guerra como si fueren sus parientes en sangre, ó muy amigos, los casan muchísimas veces con sus mismas hijas, aunque su matrimonio no se puede llamar tal porque no es indisoluble; los particulares no se pueden casar sino con una sola mujer, bien que pueden echarla de casa cuando se les antoja y tomar otra.

Las cuatro hijas rezaban siempre en un mismo sitio, bajo la mirada persistente de su madre. Á la más leve distracción, al más insignificante descuido, la madre gritaba con aspereza: «¡Matilde!... ¡Laura! ¿queréis estaros quietas?» D. Álvaro entonces interrumpía un instante su paseo, callaba, y dirigía á las culpables una mirada precursora de algún castigo.