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Actualizado: 1 de junio de 2025
¡Ah, don Francisco... don Francisco!..., ¿no me prometísteis anoche que me dejaríais venir á encastillarme contra vos? Sí, es cierto; pero no lo prometí yo. ¿Pues quién fué? Mi amor impaciente. ¿Pero en tan poco me estimáis, que viendo que huyo de vos queréis aún comprometerme? Recuerdo que en la galería obscura me ofrecísteis vuestra casa. Tenía á obscuras la razón; no sabía lo que me acontecía.
Ni es verdad eso, ni siquiera de su casta... Es decir, verdad es que te prometí escribirte a menudo, y verdad que no lo he hecho hasta hoy; pero no es verdad que me haya olvidado de ti, ni podría serlo aunque yo hubiera querido y tú te hubieras empeñado en ello también.
Se lo prometí, aun cuando antes hice los mayores esfuerzos para tratar de inducirla a que me diera algún indicio sobre la naturaleza del secreto que poseía este grosero campesino. Pero fue inflexible y se negó a decirme nada.
Para que nada faltase a esta obra de arte, hallábase embadurnada, desde la punta del exagerado sombrero hasta los pies, de un brillante color de rosa. Aquí tienes, dijo Antonio, a la persona que prometí presentarte. Como ves, es una obra de arte. Se llama Herrera Goya.
Le rogué que dejara pasar aquella crisis de flaqueza, resultado de penas y cansancio y le prometí cambiar de género de vida. Vivíamos en el mismo medio social y reconocí que era un error de mi parte no frecuentarlo. Tenía el deber, sin duda, de no singularizarme con un sistemático alejamiento. Le dije una porción de cosas sensatas, como si de repente hubiera recobrado la razón.
Prometí yo, que el prometer no cuesta, y tanto como me pidieron; que cuando en tales aprietos se encuentra un cristiano, para salir de ellos no mira en pelillos, ni aun en cabelleras, aunque sean más grandes que aquella del filisteo Samson. Mirad, señor Viváis-mil-años, que el Divino Nazareno Samson no fue filisteo, sino el destruidor de ellos por la voluntad de Dios.
Docenas de individuos andan en este momento detrás de ella, lo sé, pero preferiría antes verla muerta que casada con uno de ellos. Debe casarse por amor... sí, por amor, ¿me oye? Prométame, Gilberto, que la protegerá, que velará por su suerte, ¿quiere? Reteniendo todavía su mano entre las mías, le prometí cumplir lo que me pedía. Estas fueron las últimas palabras que pronunció.
¡Ah! exclamó el monje, riendo; esta revelación lo ha dejado ofuscado, no hay duda. Pero ¿no le prometí que dentro de media hora sería usted varias veces millonario?
Ve a ver lo que hace dijo papá; sin duda te ha de necesitar. Salí de un brinco y a saltos subí la escalera que conducía a su habitación. Esta estaba cerrada. ¡Marta, abre! Soy yo. Nadie se movió. Rogué, supliqué, prometí repararlo todo, le prodigué mil nombres cariñosos: todo fue inútil.
Palabra del Dia
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