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Todo lo que gastemos lo pago yo, tío Poenco dije . Venga Jerez. Gracias, gracias, valiente soldado. Siempre has sido generoso. De modo que podré emborracharme... Poenquillo, ¿me sabrás decir dónde se puede ver esta noche a María Encarnación?

No; me parece que fue en el célebre día, cuando dijo: «Hágase la luz»; porque esto es luz, amigo mío, y quien dice la luz, dice el entendimiento. Señó miloro dijo Poenco acercándose a mi amigo para hablarle con oficioso sigilo ; María de las Nieves está ya loquita por vucencia. Se hizo todo, y ya tiene su pañolón, sus zarcillos y su basquiña.

Cruzáronse los terribles aceros; daba don Pedro unos mandobles que habrían hendido en dos mitades al Sr. Poenco, si este con prudencia suma no se retirara dando saltos hacia atrás. Los presentes aguantaban con gran trabajo la risa, porque el desafío era una especie de baile, en el cual veíase a don Pedro saltando de aquí para allí para atrapar bajo el filo de su espada al supuesto lord Gray.

¡Desgraciado preceptor!... No olvide usted, amiguito, que esta noche hemos de ir a casa de Poenco. ; a olvidarme iba. Las carnes me tiemblan ya del gusto. ¿Dices que va Pepilla la Poenca? Y toda la flor de la majeza. Me parece que no ha de llegar el momento en que mi señora mamá cierre los ojos. Aguardo en Puerta de Tierra. Puerta del Cielo debía llamarse. ¿Irá también la Churriana? También.

Me parece haberle oído decir a Poenco que usted anda a caza de esa Mariquilla, que no de las Nieves, sino de los Fuegos debería llamarse. A usted le han dicho que yo... pues, diré como Poenco... «cétera, cétera». Amigo mío, cierto es que me gustaba esa muchacha; pero basta que un camaraíya haya puesto los ojos en ella para que yo no intente seguir adelante.

El día era hermoso, claro y alegre cual de Andalucía, y recorrí con otros compañeros, que hacia el mismo punto si no con igual objeto caminaban, el largo istmo que sirve para que el continente no tenga la desdicha de estar separado de Cádiz; examinamos al paso las obras admirables de Torregorda, la Cortadura y Puntales, charlamos con los frailes y personas graves que trabajaban en las fortificaciones; disputamos sobre si se percibían claramente o no las posiciones de los franceses al otro lado de la bahía; echamos unas cañas en el figón de Poenco, junto a la Puerta de Tierra, y finalmente, nos separamos en la plaza de San Juan de Dios, para marchar cada cual a su destino.

Al recobrarla lenta y oscura, la voz del señor Poenco fue el accidente que me dio a conocer que había mundo. Lord Gray había desaparecido. Reconocime y me encontré estúpido; pero la vergüenza, motivada por el recuerdo de mi envilecimiento, vino más tarde. ¡Y qué vergüenza aquella, señores! Mucho tiempo tardé en perdonarme.

Saludaba yo a la condesa, cuando se me acercó doña Flora, y pellizcándome bonitamente con todo disimulo el brazo por punto cercano al codo, me dijo: Se está usted portando, caballerito. Casi un mes sin parecer por aquí. Ya que se divirtió usted en el puente de Suazo con las buenas piezas que llevó allí el Sr. Poenco hace ocho días... ¡Bonita conducta!

Que vengan las muchachas, que vengan las guitarras gritó el de Rumblar, dueño ya tan sólo de la mitad de su corto entendimiento. Poenco, si las traes te hacemos... Te hacemos diputao... ¿Qué es eso? ¡Menistro! ¡Viva la libertad de la imprenta y el menistro señó Poenco!

Cuando yo dormía en casa de Poenco, fue allá y me sacó las llaves del bolsillo... No podía haber sido otro. ¿Le viste entrar? Sr. D. Diego, quiero ver a la señora condesa para hablarle de un asunto que a esta familia, lo mismo que a la de Leiva, importa mucho. ¿Tendrá la señora la bondad de recibirme?