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Actualizado: 11 de junio de 2025


La marquesa, que se había detenido en el umbral, paralizada del temor y respeto que aquel interior, no abierto en nueve años, le infundía, retrocedió un instante; tomó una de las dos lámparas que en el gabinete había, y resuelta, con devoción y ánimo, penetró en la habitación, cuya puerta de par en par abrió.

Me incliné hacia ella y pregunté: ¿Qué tienes, hermana querida? Desearía ser útil para algo en este mundo dijo, con un suspiro. Y con este pensamiento, se durmió. Había cerrado ya la noche cuando Roberto penetró sigilosamente en la habitación.

Bajaron la escalinata que conduce a la fuente, y en la puerta del templo, Pepe, que iba fumando, dijo: Aquí te espero, no tardes; déjame los sacos. ¡Ah! ¿no entras? Tirso penetró solo en la iglesia y Pepe se quedó mirando cómo los aguadores llenaban las cubas en la fuente.

Penetró resoplando en el tenebroso almacén de la calle de San Felipe Neri, dejando como siempre estupefactos, abatidos, aniquilados a los dependientes, para los cuales el duque de Requena no era sólo el primer hombre de España, sino un ser sobrenatural. Producíales su vista la misma impresión de espanto y entusiasmo, de temor y fervorosa adoración que a los japoneses el gran Mikado.

El viaje se resolvió bruscamente, y, una mañana lluviosa de octubre, la carroza de hule verdusco, sin cascabel ni sonaja en las colleras, penetró en la ciudad, por la Puerta del Mercado Grande, como una hora después de la salida del sol.

Algunos minutos después llamaba en la verja de Rosalinda y con un ligero latir en el corazón y una palidez angustiosa en el rostro penetró en el salón donde se encontraba la señora Liénard. ¡Ah! exclamó ésta al verle, en la cara le conozco que viene usted para despedirse... Y al decir estas palabras una súbita tristeza apagó la alegre sonrisa de sus labios y de sus ojos.

Salvador penetró en la gran tienda donde podía admirarse todo lo más hermoso y rico que producen las industrias de Montánchez y Candelario, y si no hubiera freno para las comparaciones, si todo lo visible pudiese entrar en el dominio del arte metafórico, bien podría llamarse a aquello el palacio de las morcillas o el templo del jamón.

Su papá, que pasaba largas temporadas en Sevilla, vivía en la fonda. Cuando, hacía cuatro años, se habían decidido a venirse a esta población, amueblaron de nuevo algunas piezas, las que necesitaban. El resto de la casa lo habían dejado tal cual estaba, en la previsión de que les viniese otra vez la gana de irse a Sanlúcar. Empujó una puerta y penetró en la habitación de su padre. Luego me llamó.

Llevándome de la mano me hizo subir a obscuras las escaleras y atravesar un largo corredor y dos salas. Luego penetró conmigo en una grande estancia que estaba iluminada por un velón de dos mecheros, y desde la cual se descubría la espaciosa alcoba contigua. La chacha se había valido de una estratagema infernal. Si antes me hubiera confiado su proyecto, jamás hubiera yo consentido en realizarle.

Marta fue a incorporarla; pero al hacerlo, los ojos de su madre se clavaron en ella, fijos, inmóviles, terribles. Aquella mirada penetró hasta lo más hondo del corazón de la pobre niña, y dando un grito espantoso, desgarrador, la dejó caer sobre la almohada. La cabeza de la señora de Elorza se desplomó como si estuviese descoyuntada, con la boca entreabierta y los labios rígidos.

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