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Actualizado: 12 de julio de 2025
Entonces dejó bruscamente Neluco la materia que trataba con el ventero, reducida a saber qué podría servirnos para tomar un tente en pie, y comenzó a preguntarle por la casta de los dos parroquianos que acababan de salir.
Los balcones del café de la Estrella estaban ocupados por algunos parroquianos, que pasaban su errante mirada por los ámbitos de la plaza. En el balcón de la casa de enfrente, un niño de ojos azules y blonda y rizada cabellera se entretenía en arrojar con un canutillo pompas de jabón, que unos cuantos pilluelos desde abajo recibían con no poca algazara, deshaciéndolas con la gorra y el pañuelo.
Sí me entiende usted, pero hablaré más claro. ¿No es usted otro libelo infamatorio con lengua y pies que viera yo cortados de los muchos que sacrifican la honra del Magistral? Pues si don Santos le maldice porque le roba los parroquianos de su tienda de quincalla, usted le aborrecerá por lo de la usura; ¿quién es tu enemigo? Poco a poco, señor Ripamilán, que se me sube el humo a las narices.
Gozaba de libertad para seguir llevando esta vida. A los parroquianos les servían dos mancebos, tan locos como su maestro: dos chicuelos a los que Cupido pagaba con lecciones de guitarra y una comida mejor o peor, según los ingresos repartidos entre los tres fraternalmente.
Los parroquianos de Maxim gentes ricas que podían permitirse este lujo regalaban botellas de champaña á la muchedumbre para solemnizar el suceso. Sin saber cómo, se encontró hablando con un grupo de soldados americanos. Ella adoraba á los americanos.
La peña aquella ocupaba tres mesas, y antes de que los parroquianos llegaran, el mozo les ponía a todos el servicio. Juan Pablo entraba a las ocho, cuando aún no había en el local más que tres o cuatro personas, y los mozos estaban de conversación sentados junto al mostrador. En este, el amo o encargado preparaba los servicios, poniendo pilas de platillos de azúcar.
Enfurecida la mujeruca se desasió violentamente cubriéndole de dicterios y se metió en el interior de la casa. Martinán, sin preocuparse de su cólera, sonreía beatíficamente y le enviaba besos con la punta de los dedos. Los parroquianos aplaudían riendo. ¿Quién habrá más feliz que yo, decídmelo? exclamaba restregándose las manos de placer.
Sólo algunos parroquianos viejos, de solvencia probada, venían á beber de pie ante el mostrador. Don Antonio el Gallego había cortado violentamente el crédito á la mayor parte de los concurrentes, y para apoyar su voluntad de no dar nada al fiado, tenía un revólver en cada cajón del mostrador y el hermoso rifle americano debajo de su asiento.
Aquí, los numerosos parroquianos que llenaban la tienda de Flores se echaron a reír tan fuertemente, que el barbero se puso rojo de cólera. ¡Hijo de Satanás! murmuró mientras aplicaba su benéfico bálsamo sobre la herida sangrienta.
Y para amostrar su incredulidad de negocianta de amor sorda a todos los gestos, palabras y juramentos de los parroquianos, repetía con delectación la frase criolla, final obligado de todos sus discursos: «¡A mí con la piolita!».
Palabra del Dia
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