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Actualizado: 10 de mayo de 2025
El tercero le componen dos buhardillones independientes entre sí. En el de mi derecha vive, digo mal, vivía hace pocos días, un matrimonio, joven aún, con algunos hijos de corta edad. El marido era bizco, de escasa talla, cetrino, de ruda y alborotada cabellera; gastaba ordinariamente una elástica verde remendada y unos pantalones pardos, rígidos, indomables ya por los remiendos y la mugre.
La de su casa... Yo no tengo ya casa... yo soy un pordiosero... ¿no lo ves? ¿no ves qué pantalones, qué levita?... Y mi hija... es una mala pécora... también me la han robado los curas, pero no ha sido este.... Este me ha robado la parroquia... me ha arruinado... y don Custodio me roba el amor de mi hija.... Yo no tengo familia.... Yo no tengo hogar... ni tengo puchero a la lumbre.... ¡Y dicen que bebo!... ¿qué he de hacer, Pepe?... Si no fuera por ti... por ti y por el aguardiente... ¿qué sería de este anciano?...
Le ponen pantaloncitos cortos ceñidos a la rodilla, y blusa con cuello de marinero, de dril blanco como los pantalones, y medias de seda colorada, y zapatos bajos. Como lo quieren a él mucho, él quiere mucho a los demás.
Tellagorri era de la familia de los Galchagorris, la familia de los pantalones colorados, y este consonante, entre el mote de su familia y su nombre había servido al padre de la sacristana, viejo chusco que odiaba a Tellagorri, de motivo a una canción que hasta los chicos la sabían y que mortificaba profundamente a Tellagorri. La canción decía así: Tellagorri Galchagorri Ongui etorri Onera.
No era dueño ni de los pantalones que tenía puestos, y eso que parecía que habían nacido ajustados a sus piernas; ¡tan bien le sentaban! No tenía dos reales que pudiera decir que eran suyos. ¿Qué hacer? ¿Renunciar para siempre al ideal?
Eran papeles encontrados en los bolsillos de muertos y prisioneros. «No tengas misericordia con los pantalones rojos. Mata welches: no perdones ni á los pequeños...» «Te agradecemos los zapatos, pero la niña no puede ponérselos.
A las doce o doce y media salían todos en pelotón, remangándose los pantalones y las faldas respectivamente, y guareciéndose debajo de los paraguas, charlando en voz alta al través de las calles solitarias y húmedas. Los vecinos, a quienes el sueño no tenía presos, decían: «Ahora salen del Liceo». Esto era todo.
Los niños, vestidos con pantalones de lienzo gris y con la cabeza y los pies desnudos, se calientan alrededor de las hogueras que hacen en las lindes de los bosques. Las espirales de humo azul se pierden en la altura, en donde grandes nubes blancas y grises permanecen inmóviles sobre el valle. Detrás de las nubes se descubren las cimas áridas del Grosmann y del Donon.
El mancebo de los pantalones cortos, tan pronto como se acercó la niña, habíase retirado majestuosamente, proyectando con su nariz en las paredes una sombra gigantesca. ¡Ah! ¿Una habitación? Venga usted conmigo... Felicia, Felicia, ven a recoger la maleta de este caballero... Por aquí...
En realidad, no era gran cosa, pues andaba por el buque ligero de ropa, con el impudor de un hombre que ve mal y se considera más allá de las preocupaciones humanas. Una camisa con el faldón siempre flotante y unos pantalones de sucio algodón ó de bayeta amarilla, según las estaciones, eran su vestimenta.
Palabra del Dia
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