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Ahora, pues, ya te hice oír cosas nuevas y escondidas, que no sabías. 7 Ahora fueron creadas, no en días pasados, ni antes de este día las habías oído; para que no digas: He aquí que yo lo sabía. 8 Ciertamente, nunca lo habías oído, ciertamente nunca lo habías conocido; ciertamente nunca antes se abrió tu oreja.

El caso es... y se rascaba una oreja el señor conserje como no hay costumbre.... ¿Costumbre de qué? En fin, buscaré la llave. El conserje daba media vuelta y marchaba a paso de tortuga.

Si para arrancar aquel hombre de su poltrona, donde estaba incrustado como el molusco a la roca, se necesitaba cogerle de una oreja y echarle a puntapiés, y aún así, era casi seguro que había de volver, a hocicar.

No le hableis de religion, porque os barajará el asunto y agachará la oreja con malicia. Dejáos manosear libremente, si quereis complacerle y que os afeite bien.

Más allá, parados, con los pies cruzados, un pucho coronando la oreja, medio perdido entre una mecha rebelde que se escapa del sombrero descolorido y ajado, están los gauchos pobres y menos considerados, con sus chiripás rayados, sus camisetas de percal y sus rebenques colgados en el mango del facón, atravesado en la cintura y que asoma por sobre el culero fogueando por el lazo o por bajo el tirador, cuando más sujeto por una yunta de bolivianos falsos.

Detrás del señorón venían tres guerreros con cascos de madera, uno con forma de cabeza de serpiente, y otro de lobo, y otro de tigre, y por afuera la piel, pero con el casco de modo que se les viese encima de la oreja las tres rayas que eran entonces la señal del valor.

La estudianta no le miraba ya, y, no obstante, su juvenil rostro, el lóbulo rosa de su oreja, que se veía bajo un bucle de sus cabellos ondulados; su cuerpo, un poco inclinado hacia delante; su pecho, que bajaba y subía anhelosamente, todo expresaba una angustia terrible y un deseo loco de huir. En aquel momento soñaba quizá con tener alas.

15 Si dijere el pie: Porque no soy mano, no soy del cuerpo, ¿por eso no será del cuerpo? 16 Y si dijere la oreja: Porque no soy ojo, no soy del cuerpo, ¿por eso no será del cuerpo? 18 Mas ahora Dios ha colocado los miembros cada uno de ellos por en el cuerpo, como quiso. 21 Ni el ojo puede decir a la mano: No te necesito; ni asimismo la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros.

Muchas veces, al hablar de Gallardo, «un chico valiente pero con poco arte», miraban temerosos hacia la puerta. Que viene Pepe decían, y la conversación quedaba rota. Entraba Pepe agitando sobre su cabeza el papel de un telegrama. ¿Tienen ustedes noticias de Santander?... Aquí están: Gallardo, dos estocadas dos toros, y en el segundo la oreja. Nada; lo que yo digo: ¡el primer hombre del mundo!

Entonces el bravo Massareo volvió hacia el barco mudo el enorme orificio del instrumento y gritó: ¡Ah de la tartana!... ¡ah! Después bajó la bocina, se llevó la mano a la oreja para no perder ni una palabra, y escuchó atentamente. Nada... Profundo silencio... ¿Eh? dijo al primer contramaestre que estaba cerca de él.