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Una remilgada, cerca de , se atrevió á decir que yo olía á vino. Otro insolente aludió á mis anchuras, dudando de que cupiesen en el asiento. Les contesté como hacerlo y el público protestó á gritos, asegurando que perturbaba el espectáculo. Si me callé al fin, fué porque había empezado la historia de la alsaciana y su perseguidor. Una historia interesante.

Cerraba los ojos grises y arrugaba el entrecejo; le enojaba la luz, tropezaba con los muebles, olía al monte; traía pegada al cuerpo la niebla de las marismas y parecía rodeado de la obscuridad y la frescura del campo.

Chichí revisó á Julio con los ojos, de pies á cabeza, descubriendo inmediatamente los detalles de su elegancia militar. El capote estaba rapado y sucio, las polainas arañadas, olía á paño sudado, á cuero, á tabaco fuerte; pero en una muñeca llevaba un reloj de platino y en la otra la medalla de identidad sujeta con una cadena de oro.

Cuando yo le encontraba en el claustro con su túnica roja, la larga coleta y sus venerables barbas, agitando dulcemente un enorme abanico, me parecía algún sabio letrado Mandarín comentando mentalmente, en la paz de un templo, el Libro sacro de Chú. Era un santo; mas olía a ajo, y este olor apartaba de él a las almas más doloridas y necesitadas de consuelo.

No había que dudar de que aquella era una gran señora, si no princesa, por lo menos de título, y cuando no, riquísima; y en punto a nobleza, rebosaba de ella y olía que trascendía. No yendo con ella persona que por la apariencia en calidad se la igualase, había que pensar que era viuda; que a ser doncella, padre, hermano o tutor la hubieran acompañado.

¡Y si hubiese visto usted al maldito continuó Santiago cuando yo le planté dos balas en el costado! ¡si usted hubiera visto al monstruo cómo se debatía! pero ¡por los siete Dolores de la Virgen! su sangre era negra, negra como el alquitrán, y olía tan fuertemente a azufre, que Benito creyó que quemaban mechas en la cala.

El joven elegante, admiración y orgullo de la mamá, olía a vino, y con palabrotas de las más soeces explicaba lo que acababa de ocurrirle. Nada; una cosa de poca importancia. Se había peleado con un amigo, dándose de bofetadas y palos en medio del puente del Real cuando iban a la feria a última hora.

Vivían pacíficamente; pero ella sentía la inquietud de la mujer europea que se ve trasladada a una población de África, entre gentes que parecen sumisas, pero que pueden sentir de pronto la hostilidad de la raza. Isidro se reía de sus preocupaciones. ¿Dónde mejor que allí? Era cierto que el río olía mal, pero ya se habituarían a este hedor de los residuos de la villa.

Animada la chica con lo que veía y olía, se armó de un cuchillo y de un trinchante, y se lanzó con resolución sobre la cabeza de jabalí.

De sus sótanos, faltos de aire, surgía la peste de las verduras fermentadas, difundiéndose por toda esta parte de Madrid, que olía como una huerta abandonada. Los dos amantes, en su lento regreso, discutían el empleo del dinero que acababan de cobrar. No bastaba para las más rudimentarias necesidades. Feli percibía cincuenta céntimos por cada docena de corsés.