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Actualizado: 6 de junio de 2025


Y disparataba sin conciencia; porque él, incapaz de calumniar a sus semejantes, cuando se trataba de santos y curas creía que no estaba de más. Ana leyó los versos de San Juan y entonces sintió la lengua expedita para improvisar oraciones; las recitaba en verso en sus paseos solitarios por el monte de Loreto que olía a tomillo y caía a pico sobre el mar.

Generalmente, una alegría estúpida reinaba en la tertulia, lo que no era óbice para que a veces también ocurrieran en ella cosas lamentables. Hacía dos años, mientras una joven y bella bohemia cantaba, un estudiante se pegó un tiro; se fue a un rincón, se inclinó como para escupir y se disparó el revólver en la boca, que olía aún a vino.

Es verdad que Castillejo no parecía el mismo. Iba con gorra de viaje y un grueso gabán, cuyo cuello le tapaba media cara. Tenía en los ojos un brillo agresivo. Su aliento olía á alcohol, circunstancia extraordinaria, pues el general es sobrio. No pude excusarme con mi trabajo. Eran las once, y Castillejo había esperado á que terminase mi artículo.

¡Y allí tenían ustedes a todo un capitalista, cargado de oro y diamantes, apeándose entre puercos, terneros y mastines, descubriéndose humildísimo, dando la mano y preguntando por la señora y demás familia a un rústico destripaterrones, que olía a boñiga y aguardiente, y apenas se dignaba responder como sabía a tantas deferencias, no obstante haberle sido presentado el candidato con los títulos consabidos de «persona independiente, con treinta mil duros de renta y mucho talento!.

Surgía de su cabellera negra peinada a la diabla, con gracioso descuido; de su cuerpo esbelto, del revoloteo de sus faldas. Era una esencia sobrenatural que seguramente no podía comprarse en perfumería alguna, que tal vez era un engaño de la imaginación, pero se le subía a la cabeza como el más fuerte de los vinos. Ninguna mujer, al pasar junto a Maltrana, olía así.

Le había dicho una vez que sabía más que el Tostado, elogio que él supo apreciar en todo lo que valía, por haber leído al ilustre hijo de Ávila. En cierta ocasión ella había dejado caer el pañuelo, un pañuelo que olía como aquella carta, y él lo había recogido y al entregárselo se habían tocado los dedos y ella había dicho: «Gracias, Saturno». Saturno, sin don.

Gallardo sentíase turbado por la presencia de la señora. ¡Qué mujer! ¿Qué iba a decirla?... Vio que ella le tendía la mano, una mano fina que olía a gloria; y en la precipitación del aturdimiento, sólo supo apretarla con su manaza que derribaba fieras.

Olía a ella, a los ungüentos con que la frotaba, al espliego y alcanfor de su jurisdicción ordinaria. «Habrá que olerle cuando venga de fuera, de la calle». Y le despachó, como casi siempre, con cajas destempladas.

Luego Fernando siguió dándole al fuelle con intermitencias, hasta que se cansó. Dos días después, fué de nuevo la chica y le pasó lo mismo; y ya no volvió más, porque decía que Ichtaber el Chato olía a muerto. Ichtaber hizo el amor a otra; pero Fernando le jugó la misma pasada con el fuelle, y el zapatero decía a sus amigos: ¡Arrayua! En mi tiempo era otra cosa; las chicas estaban sanas.

Desesperábase cuando el mal tiempo impedía la fiesta y el ganado quedaba en la plaza, no pudiendo volver él inmediatamente a las tranquilas soledades donde pastaban los otros toros. Lento de palabra, torpe de pensamiento, este centauro que olía a cuero y a pasto seco expresábase con calor al hablar de su vida pastoril apacentando fieras. Parecíale estrecho el cielo de Madrid y con menos astros.

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