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Añadía que su hijo la había llevado a enterrar a Bretaña, al mismo castillote de Hotidan, en que, trascurriera su niñez. Miranda estaba delante cuando se leyó, este párrafo, y hubo de notar la ojeada rápida que se cruzó entre Pilar y Lucía, y la palidez repentina de su mujer. Salió Lucía aquella tarde, y se fue a San Luis, donde pasaría como media hora.

La ojeada rápida, segura y delicada de un gran pintor, no se debe solo á la naturaleza, sino tambien á la dilatada contemplacion y observacion de los buenos modelos: y la magia de la música no se desenvolveria en la organizacion mas armónica, sujeta únicamente á oir sonidos ásperos y destemplados . LA ENSE

No puede negarse que el análisis, ó sea la descomposicion de las ideas, sirve admirablemente en muchos casos para darles claridad y precision; pero es menester no olvidar, que la mayor parte de los seres son un conjunto, y que el mejor modo de percibirlos es ver de una sola ojeada las partes y relaciones que le constituyen.

Por no mirar a Sabel, Julián se fijaba en el chiquillo, que envalentonado con aquella ojeada simpática, fue poco a poco deslizándose hasta llegar a introducirse entre las rodillas del capellán. Instalado allí, alzó su cara desvergonzada y risueña, y tirando a Julián del chaleco, murmuró en tono suplicante: ¿Me lo da? Todo el mundo se reía a carcajadas: el capellán no comprendía.

Si el lector quiere antes de que nos separemos para siempre echar otra ojeada a aquel rinconcillo de la tierra llamado Villamar, bien ajeno sin duda del distinguido huésped que va a recibir en su seno, le conduciremos allá, sin que tenga que pensar en fatigas ni gastos de viaje. Y en efecto, sin pensar en ello, ya hemos llegado.

Al ver tan loca intemperancia, Julieta, por toda respuesta, miró a su madre con un gesto que daba la medida exacta de la capacidad de doña Juana; lanzó otra ojeada no menos expresiva ni más lisonjera a su padre, y salió del gabinete para encerrarse en el suyo, en el cual devoró en silencio muchas lágrimas de ira, y tal vez echó los cimientos de algún propósito rebelde.

Se aprieta contra Juan, y, echando a su alrededor una mirada temerosa, saca del bolsillo una llavecita atada a un cordón de negro. ¿Qué es esto? pregunta en voz baja. Juan lanza una ojeada hacia la puerta y mira a Gertrudis como interrogándola. Ella hace un signo con la cabeza. ¡Colócala en su sitio! exclama él asustado.

Echó una ojeada á los dos hombres, reconoció al visitante extranjero y al marinero que llevaba la caja y no se movió. Tragomer, lívido de emoción y con el corazón agitado, se llevó la mano al casco de corcho y dijo al pasar: Buenas tardes. Buenas, respondió el centinela. Jacobo estaba en la calle mas no, todavía, fuera del presidio. Había que pasar las fortificaciones.

Le bastó una ojeada para conocer el pequeño volumen encuadernado en pasta, con una impresión gruesa y vulgar de libro devoto. Era los Ejercicios espirituales de San Ignacio, explicados por el Padre Claret, el famoso arzobispo de Trajanópolis, que tanto había influido sobre los últimos años del reinado de Isabel II. Aresti conocía el libro.

Para cerciorarse de ello no hay más que echar una ojeada á su folleto titulado Nuevas luces acerca de las causas generadoras de la guerra del Peloponeso, impreso en los tórculos de Oviedo hacía ya bastantes años. No eran muchos, desgraciadamente, los que lo habían leído por completo.