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Actualizado: 15 de junio de 2025
Febrer quiso mirar el reloj, pero sus manos no obedecían a su voluntad. Ya no brillaba en la sombra la punta rojiza del cigarro. Su cabeza había acabado por caer sobre la almohada; sus ojos se cerraron: oyó gritos de reto, tiros, maldiciones, pero esto fue en un estado anormal, como si viviese en otro mundo, donde los insultos y los ataques no despertaban su sensibilidad.
Existía una dichosa compenetración de lo espiritual en lo temporal; era una imagen aproximada de lo que debe ser el reinado de Dios sobre la tierra. El rebaño místico se repartía, como era natural. Cada clérigo tenía sus hijas de confesión, que le obedecían y le admiraban.
Todo era un mal ensueño. Estaba seguro de despertar en la cama, rodeado de las comodidades familiares de su camarote. Y cuando abría los ojos, la realidad le hacía prorrumpir en órdenes desesperadas, que obedecían los africanos maquinalmente, como si estuviesen dormidos. «¡No quiero morir!... ¡no debo morir!», clamaba en su interior una voz de bronce.
En lo totalmente nuevo todo es regular, vasto, uniforme, monótono y sin estilo ninguno; todo es pretensioso, pedantesco, imponiendo la ley de la línea recta en todas direcciones. Esa profunda diferencia se comprende. Las antiguas ciudades eran espontáneas, obra de los pueblos, de la necesidad, y no obedecian á cálculo ni regla.
En Inglaterra, en Francia, en España, el juicio y la opinión de Antonio Pérez eran, como se ve, de paridad nada envidiable: si el Gobierno, en la última de estas naciones, en la patria del desdichado, dejaba sin respuesta las súplicas; si las personas á quienes particularmente pedía recomendación en su favor el proscripto ocultaban la verdad y alimentaban vagamente la esperanza, á piadoso engaño, no á cruel animosidad, obedecían.
Ellos, atraídos de la esperanza del premio, y atemorizados de los castigos, si no obedecían á la voluntad de Dios, le dieron palabra, unánimes y conformes, de obedecer pronto á su voluntad, con tal que sólo les permitiese la chicha, bebida ordinaria suya, porque el agua les causaba dolores agudos en el estómago.
Antes llegaba con una velocidad de relámpago al cuello de la fiera; ahora era un viaje interminable, un vacío pavoroso, que no sabía cómo salvar. Sus piernas también eran otras. Parecían vivir sueltas, con propia vida, independientes del resto del cuerpo. En vano su voluntad las ordenaba permanecer quietas y firmes, como otras veces. No obedecían.
Creyó, como nunca, con más vehemencia que nunca, que aquel hombre y su Cristo muerto se parecían. Imaginó, o vio en efecto, que el Padre, inmóvil, sentía y comprendía allá en su interior, y que la miraba haciendo un esfuerzo para dominar aún, con el brío de la voluntad, los nervios y músculos inertes que ya no le obedecían.
Añadio tambien, que tres indios hermanos, tomando los nombres, el uno de Tupac-Amaru, y los dos restantes el de Damaso y Nicolas Catari, habian entrado en algunos pueblos, asegurando eran los personages que fingian; y que los naturales sin mas exámen, los seguian y obedecian ciegamente: con lo que habian juntado un cuerpo considerable, capaz de superar los esfuerzos de los pocos vecinos leales, que se habian mantenido por el Rey hasta entonces en algunas poblaciones; las que ya abandonaban apresuradamente, temerosos de la muerte y obligados del terror que infundian por todas partes aquellos tiranos, con muertes, robos y escandalosos excesos.
Diez arqueros escogidos mandados por Simón se apostaron enseguida en el lado de la popa por donde avanzaba el barco normando, y los tres escuderos vieron con admiración la calma de aquellos veteranos en tales momentos y la precisión con que obedecían las voces de mando, moviéndose á la vez como si fueran un solo hombre.
Palabra del Dia
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