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Actualizado: 21 de junio de 2025
Cuando llegó el momento de irnos a cenar, preguntó don Pedro Nolasco muy sorprendido: ¿Pero, cómo?... ¿No cenamos aquí? ¡No señor! respondió mi tío empujándonos hacia la puerta. Pero ¿por qué? insistió aquél erguido sobre el fogón.
A don Pedro Nolasco le sucedía lo propio, y hasta rompió a hablar con los contertulios y se permitió ciertos vaticinios risueños acerca de la enfermedad del viejo amigo y casi pedazo de su alma... precisamente en el instante en que mi tío saliendo de su modorra pertinaz y después de recorrer la estancia con los ojos azorados, dijo entre angustias de la respiración, como si no le cupiera ya en el pecho una burbuja de aire sin haberle desocupado de otra igual: Ahora... ahora es la de irse de veras, hijos míos, y la de prepararme al viaje en toda regla.
Y cuando Fernández padece del reuma, le ve D. Pedro Nolasco, que es un gran doctor. A él debes la vida, chiquillo, y él te sacó del costado la bala; que si no a estas horas estarías en el otro mundo.
¡Celso! rugió aquí don Pedro Nolasco, dando patadas en el borde de la meseta en que apoyaba los pies, calzados con zapatillas de cintos negros, lo mismo que el señor Cura y que mi tío. Y entonces me fijé yo en que debajo de las zapatillas calzaba medias alagartadas, verdes, con grandes pintas negras.
Mi tío probaba de todo sin gustarle nada, y yo satisfice mi necesidad, más que apetito, de doce horas, casi tanto con la vista de tan copiosos alimentos, como con las parvidades que de ellos tomé... ¡Pero don Pedro Nolasco!... No tenía calo ni medida su estómago de buitre; devoraba hasta con los ojos; y mucho de lo que no le cabía en la boca mientras funcionaba su gaznate, corríale en regatos por el exterior hasta sumirse bajo la sobarba entre cuero y camisa, o mezclarse gota a gota con la mugre del chaleco.
Pero ¿de qué había nacido el obstinado empeño que yo tuve desde que llegué a Tablanca y conocí a la nieta de don Pedro Nolasco, en averiguar «lo que había» entre ella y Neluco, dando por supuesto que «había algo...» y que tijeretas han de ser? Al fin y al cabo, ¿qué me importaba a mí que lo hubiera o no lo hubiera?
Era de rigor que yo las atajara en estas alturas del apóstrofe con otro en que salían a danzar su compromiso de no abandonarme hasta pasado el día de los funerales; la obra caritativa que estaban haciendo mientras me acompañaban en mi soledad, y aliñaban y vestían el viejo y sucio caserón, y disponían el programa para aquel acontecimiento, tan extraño para mí; lo cómodo y a gusto que yo me encontraba en la habitación que había elegido al cederles la mía, que era la menos mala de la casa, aunque estaba a cien leguas de ser lo que merecían ellas; lo distraído y animado que se encontraba don Pedro Nolasco, y el bien que esto le hacía en horas tan críticas y de tanto peligro para él.
También soñé con mi tío bailando en la cocina, junto a la lumbre, unas seguidillas que cantaba la mujer gris tañendo una sartén muy grande; y después con don Pedro Nolasco, el cual comía becerros crudos y troncos de abedul y peñascos de granito con bardales, mientras iban comiéndome a mí, fibra a fibra y muy poco a poco, el Tedio y la Melancolía, un matrimonio de lo más horrible, que vivía en el fondo de un abismo sin salida por ninguna parte.
Neluco Celis: continuaba pareciéndome lo mismo que me pareció cuando le hablé por vez primera: discreto, simpático, de clarísima inteligencia y noble corazón, y un arca cerrada para guardar lo que a mí se me antojaba que debía estar al alcance de mi vista: verbigracia, su inclinación amorosa a la nieta de don Pedro Nolasco.
Lo cierto es que había motivos sobrados para estremecerse y temblar, como me estremecía y temblaba yo pensando en don Sabas, en Neluco, en Chisco, en Pito Salces... Dios piadoso, ¡qué sería de ellos y de cuantos los habían acompañado en su denonada empresa! Y pensé también en la nieta de don Pedro Nolasco y en el mismo octogenario Marmitón, y en su hija, si eran sabedores de lo que ocurría.
Palabra del Dia
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