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Marta le escuchaba con atención profunda, revelando en su semblante todas las fases de la indignación; tiraba cada vez con más fuerza de las sábanas y las doblaba atropelladamente sin apartar los ojos de los del narrador.

El séquito de Samdai era tan vistoso y brillante que deslumbraba. Como le preguntara la Petra si no venía también Su Majestad la Reina, quedose un momento parado el narrador, recordando, y al fin dio cuenta de que vido también a la señora del Rey, pero con la cara muy tapada, como la luna entre nubes, y por esta razón Mordejai no pudo distinguirla bien.

El mendigo, en tanto, pronunciando palabras coléricas, que no es fácil al narrador reproducir, por ser en lengua arábiga, palpaba el bulto de la mujer embriagada, que como cuerpo muerto en mitad del cuartucho yacía.

Ya no existía el lazarone descalzo y con gorro rojo, pero la muchedumbre vestida como los trabajadores de todos los puertos se aglomeraba aún en torno del cartelón pintarrajeado que representaba un crimen, un milagro ó un específico prodigioso, escuchando en silencio el relato del narrador ó el charlatán.

La sociedad va uniformando la vida, las ideas, las aspiraciones de todos. Yo, en cierta época de mi existencia, he pasado por algunos momentos difíciles, y el recordarlos, sin duda, despertó en la gana de escribir. El ver mis recuerdos fijados en el papel me daba la impresión de hallarse escritos por otro, y este desdoblamiento de mi persona en narrador y lector me indujo a continuar.

Un trozo de cielo se mostró, como una sonrisa. Yo la dije: «¿Ve usted el firmamento azul?...» Ella se levantó. ¿Y después? preguntó el juez al ver que el narrador se callaba. Lo que el joven tenía que decir debía ser más grave, tenía que ser contrario a la acusación, para que lo hiciera interrumpir así su relato. ¿Y después? ¡Diga usted todo; es preciso decirlo todo! Ella habló del otro.

Obdulia devoraba con los ojos al narrador, cuando este refería con hiperbólicos arranques las maravillas de la gran ciudad, nada menos que en los esplendorosos tiempos del segundo Imperio. ¡Ah! ¡la Emperatriz Eugenia, los Campos Elíseos, los bulevares, Nôtre Dame, Palais Royal... y para que en la descripción entrara todo, Mabille, las loretas!... Ponte no estuvo más que mes y medio, viviendo con grande economía, y aprovechando muy bien el tiempo, día y noche, para que no se le quedara nada por ver.

La brisa levantaba el faldón del narrador, apareciendo su abdomen partido en dos hemisferios por la tirantez del botón único. Tío Caragòl, ¡que se le escapa! avisaba una voz burlona. El santo hombre sonreía con la calma seráfica del que se ve más allá, de las pompas y vanidades de la existencia. Déjalo: ya no vuela. Y emprendía el relato de un nuevo milagro.

Pero lo singular de todo esto, lo que prueba que el estilo, las creencias y los sentimientos del narrador y la luz del cielo con que tal vez ilumina los casos más crueles y las mayores catástrofes pueden trocar el mal en bien y convertir el veneno en triaca, es que Angelito y Soledad, tan desventurados materialmente, se hacen dignos de envidia y de gloria, y el pobre de D. Antonio, que al principio de la novela casi nos infunde desprecio y es objeto de risa y de burla, acaba por ser amado y venerado de los lectores.

Pero, ¿se encontraba, acaso, en aquel momento, mejor dispuesto a apreciar la bella música? ¿Era más dichoso? ¿Había recuperado al fin a su Judit, o la había perdido? Todavía ignorábamos los obstáculos que los separaban, y nuestra impaciencia por conocer el desenlace de la historia se aumentaba con la ausencia del narrador.