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Actualizado: 25 de julio de 2025
Señor, sírvase usted ir al mostrador, y señalaba á un mostrador que estaba á la izquierda de la puerta principal, ocupado por dos señoras sentadas. Estas señoras eran las oficinistas. Me llegué á la que se hallaba más próxima á nuestra mesa, cogió la targeta sin mirar, sumó con la velocidad del relámpago, y estampó la suma y un sello con tinta encarnada.
Gentes que un año antes no tenían sobre qué caerse muertas gastaban ahora carruaje propio; comerciantes que no podían pagar una letra de veinticinco pesetas jugaban millones, dándose una vida de príncipes; y la Bolsa, «aunque a él le estuviera mal el decirlo», era una gran institución, porque gracias a ella corría el dinero y había prosperidad, y un hombre podía emanciparse de la esclavitud del mostrador, haciéndose rico en cuatro días.
Y Juanito, que hasta entonces había permanecido silencioso, contemplando a su madre con la misma expresión de arrobamiento que si fuese un amante, se apresuró a cumplir su deseo, y casi la arrebató el ajado billete que había sacado del limosnero, corriendo después al mostrador. ¡Cómo la quiere a usted ese chico, Manuela! dijo el comerciante. No puedo quejarme de los hijos.
Amaba a Manolita y no quería decir la verdad sobre su carácter; pero con el astuto don Eugenio no valían disimulos. Mira, muchacho, tú nos engañas. No, no eres feliz... aunque me lo jures. Tú tienes, como yo, sangre de comerciante, y el que nos saque de este mostrador y nuestras costumbres, nos mata.
No me gustan los dulces. ¿Y si yo te los diera, lucero? preguntó el seminarista con voz almibarada, entrando en el recinto cerrado por el mostrador y acercándose con paso de gato a la moza. ¡Bah!... entonces me los comería con mucho gusto replicó ella en tono irónico.
Pero a veces, cuando el preopinante esfuerza demasiado la argumentación, las copas o las tazas suelen rodar por el suelo y quebrarse. Entonces es el preopinante quien se desconcierta y dirige con turbado semblante miradas tímidas hacia el mostrador. Adolfo Moreno gozaba incomparablemente en estas discusiones que le permitían lucir sus conocimientos en las ciencias naturales.
En el mostrador, de pintada tabla, estaba el peso de metal amarillo, que como el más fino oro de Arabia relucía, y de unos ganchos que traían a la memoria las horcas alzadas por Chaperón en la vecina plazuela, colgaban las orondas reses puestas al despacho.
Reinaba en el mostrador de un despacho de tabacos y, desde el prefecto marítimo hasta los alumnos de segundo año, toda la aristocracia náutica de Tolón iba a fumar y a suspirar a su alrededor. Pero nada podía trastornar aquella firme cabeza, ni los vapores del incienso ni el humo de los cigarros.
¡El perro del sacristán! gritó Simón al verle, disponiéndose a coger una tranca. Pero todo fue inútil: la aparición del animal, el desastre del mostrador, el salto sobre Simón y el desaparecer en la plaza, fué obra de un solo instante. Juana alcanzaba el cielo con las manos al contemplar los destrozos causados por el perro ladrón. ¡Y esto es de todos los días! gritaba fuera de sí.
Palabra del Dia
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