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Actualizado: 15 de mayo de 2025
Quiso enfrenar la licencia de tus soldados, arrebatar la dictadura á los guardias de tu alcázar, proteger á tus ciudadanos contra los escesos de la fuerza armada, reprimir el desorden... ¡ah! el desorden pudo mas que él y le denunció como su víctima. Morian un dia los últimos rayos del sol en tus montes de Occidente cuando tu palacio estaba cernido en todas partes por una horda de asesinos.
Quería parir con el milagroso comadrón popular, a quien jamás se le moría ninguna cliente. Damas y mujeres del pueblo tenían más fe en aquel hombre que en San Ramón. Las que morían, morían siempre en poder de los tocólogos sin prestigio sobrenatural. El comadrón insigne sabía llamar a tiempo a sus colegas.
Allí estaba muy mal: podía morir abandonada durante una ausencia suya, lo mismo que morían los irracionales, y él estremecíase sólo al pensarlo. ¡No, no!... Y gesticulaba enérgicamente, como si la viese ya en su imaginación muriendo durante la noche, sin otro socorro que los gritos y las carreras del amante, enloquecido por la desgracia.
Al venir el verano, regresaban al pueblo para recoger la cosecha y plantar la del año próximo. En las minas se trabajaba mucho, la vida era dura, morían algunos; pero se podía volver á casa con buenos ahorros. Yo, señor dotor, gano siete reales: mi padre once ú doce. Damos un real por la cama y nos comemos cinco cada uno, porque aquí todo va por las nubes.
Pero lo más table de su cáriz era la afección nerviosa que padecía, pues no pasaban dos minutos sin que hiciese tantos y tan violentos visajes, que sólo por respeto á tan alta persona no se morían de risa los que le miraban. Su vestido era lección ó tratado de economía doméstica.
Podía contar á docenas sus amigos muertos; unos, en montón, á tiros de revólver, en el fondo de una mazmorra; otros, fusilados. Varios habían perecido de hambre, como morían años antes los de abajo, que ahora tomaban su desquite. Todos estos horrores despertaban su egoísmo, haciéndole encontrar nuevos encantos á su situación. El mundo había caído en una demencia sanguinaria.
Empezó á edificarse la ciudad, y á levantarse al rededor una cerca de tierra de tres pies de ancho, y una lanza de alto; pero lo que se hacia hoy se caia mañana: y dentro de ella una casa fuerte para el Gobernador. Padecian todos tan gran miseria que muchos morian de hambre, ni eran bastantes á remediarla los caballos.
Usted vegetaba en París sobre un mal camastro; los médicos la habían desahuciado, no le quedaban ni tres meses de vida, ¡así me lo habían prometido! ¡Su padre y su madre de usted se morían de hambre!
Vive Dios, que se le olvidan Más de doce mil que fueron A Granada, y á otras partes; Y aun era tan recio el tiempo, Que se morían más postas Que tienen las cuentas ceros. Más: de dar á sacristanes, Que las campanas tañeron Por las victorias, que Dios Fué servido concedernos, Seis mil ducados, y treinta Y seis reales. Sí; que fueron Infinitas las victorias, Y andaban siempre tañendo.
Al atravesar la sala aspiré con delicia el aroma de las flores que se morían en el tazón de Sévres; el piano de Gabriela me pareció como todos los pianos; los pinceles esparcidos en la mesa de trabajo, junto a la acuarela principiada, nada me dijeron de la rubia señorita. Dormí tranquilamente. Así deben dormir los que tienen una buena conciencia. ¡Valiente fiesta!
Palabra del Dia
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