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Actualizado: 11 de mayo de 2025
La majestad de la señora, el aparato de que se rodeaba y las ideas extrañas que salían de su boca les hacía mirarse de vez en cuando llenos de estupor. Pero tanto y más que esto les impresionaba el respeto profundo que todos los tertulios la tributaban. De tal modo que, cuando por el gesto se conocía que iba a hablar, inmediatamente quedaba todo en silencio.
Ni Zalacaín ni Bautista vieron al cura. Sin duda éste no se presentaba más que en las circunstancias graves. Como era natural entre tanta gente inactiva, se pasaron las horas al lado del fuego hablando y contando diversos episodios y aventuras. Había en la partida un muchacho de Tolosa, muy melancólico, cuyas únicas ocupaciones eran mirarse a un espejito de mano y tocar el acordeón.
Todavía prosiguieron algún tiempo hablando seriamente sin hallar ninguna solución que les contentase. Cuando agotaron el tema permanecieron tristes y silenciosos sin atrever á mirarse. Los ojos de entrambos se perdían en los repliegues del océano ondulante que se extendía á sus pies y parecían seguir con atención el vaivén de sus olas argentadas.
Pero lo que ignoraba su padre, lo que él no diría nunca, era el descubrimiento que había hecho después de matar al capitán. Los dos hombres, al mirarse frente á frente durante un segundo que les pareció interminable, mostraron en sus ojos algo más que la sorpresa del encuentro y el deseo de suprimirse. Desnoyers conocía á aquel hombre. El capitán, por su parte, le conocía á él.
Es viejo para mí, pero me parece muy formal y cariñoso. Nada tendría de particular que al fin cayera con él.» Granate atendió con extremada fijeza, abriendo de modo descomunal sus ojazos. Cuando Paco terminó la lectura dijo con voz profunda, como si hablara consigo mismo: Esa carta es ipócrifa. Volvieron los tres a mirarse haciendo lo posible por contener la risa.
Sin mirarse siquiera se reconocieron, al ver de reojo cada uno á su compañero con qué seguridad en la mirada y los movimientos estaba manejado el instrumento y con cuánta inteligencia hacía que el cebo buscara á los pescados. «¿Indudablemente es usted el célebre X? Para servirle. ¿Es acaso al famoso Y. á quien tengo el honor de contestar?»
El primogénito de los Solises parecía, no un becerro, sino un toro. Don Casimiro era el varón más bienaventurado de la tierra. Estaba lleno de satisfacción y de orgullo de verse tan amado de su mujer, y de tener por hijo á un Hércules tebano, sin pensar en el Saturnio y sin mirarse como Anfitrión, pues ignoraba la mitología.
Siguieron hablando de otras cosas, y avanzaban poco en su paseo, porque Isidora se detenía ante los escaparates para ver y admirar lo mucho y vario que en ellos hay siempre. También era motivo de sus detenciones el deseo oculto de mirarse en los cristales, pues es costumbre de las mujeres, y aun en los hombres, echarse una ojeada en las vitrinas, para ver si van tan bien como suponen o pretenden.
Debería usted estar contento, me parece, de haber vengado la memoria de su amiga, confundiendo a la reo y obteniendo el triunfo de la verdad y de la justicia. Ambos volvieron a mirarse en silencio. ¿Y usted no está contento?... dijo por fin Vérod.
Lo interesante era volver á contemplar su rostro, mirarse en sus ojos claros, acariciadores y graciosamente irónicos. ¡Ay, cómo le amaba!... Las amigas la acogían siempre con la misma pregunta: «¿Cómo signe el herido?...» Y ella contestaba con seguridad: «Mejor. Pronto vendrá á París.» Y pasaron meses; y llegaron cartas y más cartas de letra extraña, dictadas por él.
Palabra del Dia
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