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Estas disposiciones fueron letra muerta, como lo acreditan las Cortes de Valladolid de 1258, prohibiendo que ningún oficial de la Casa Real, ballesteros, halconeros ni porteros, trajesen pieles blancas, ni cendales, ni sillas de barda doradas, ni argentadas, ni espuelas doradas, ni calzas de escarlata, ni zapatos dorados, ni sombrero con oropel, ni argentpel ni con sedas, salvo los servidores mayores de cada oficio.

Y de sus bosquecillos de naranjos, y arroyos sosegados y blancos caseríos esparcidos aquí y allá dejó escapar millones de reflejos que se perdieron con dulce misterio en el aire. En ciertos parajes se extendían grandes sábanas argentadas donde se percibían con admirable claridad las siluetas de los árboles y vallados; en otros se acumulaban las sombras protegiendo el sueño de las plantas.

Todavía prosiguieron algún tiempo hablando seriamente sin hallar ninguna solución que les contentase. Cuando agotaron el tema permanecieron tristes y silenciosos sin atrever á mirarse. Los ojos de entrambos se perdían en los repliegues del océano ondulante que se extendía á sus pies y parecían seguir con atención el vaivén de sus olas argentadas.

Brillaban sobre la espalda del río mil escamas argentadas, mil ampollitas lucientes, que parecían caídas del alto cielo dormido. Sumergí los dedos en el agua, y la hallé tibia. Se lo dije a Gloria, y se inclinó para hacer lo mismo. Después nuestras manos mojadas cambiaron un dulce y corto apretón, que nadie vio. Volvimos a sentirnos acariciados por la onda silenciosa de la noche.

Quien ha envejecido bastante, de un modo prematuro, es el antiguo capellán de los Pazos. Su pelo está estriado de rayitas argentadas; su boca se sume; sus ojos se empañan; se encorvan sus lomos. Avanza despaciosamente por el carrero angosto que serpea entre viñedos y matorrales conduciendo a la iglesia de Ulloa. ¡Qué iglesia tan pobre!

Conversábamos a orilla del mar, siguiendo la ondulada línea de una preciosa bahía, y admirando desde la playa, los espléndidos efectos de luz que el astro de la noche prestaba a las argentadas ondas. Yo le daba el nombre de esposa y ella repetía el mío con voz suave, angelical.

La superficie de la ría estaba tersa, inmóvil y brillante, como la de un espejo: la luz proyectaba sobre ella algunas extensas manchas argentadas hacia el centro y otras obscuras en los bordes. El cielo se presentaba velado por un levísimo toldo de nubes que hacían soberbia competencia a los quitasoles y sombreros de las señoras.

En el coche, la mortecina luz de la lamparilla cae sobre los cuadros, rojos, azules, negros, de una manta, resbala sobre la uniformidad parda de la pañosa castellana, se desliza, medrosa, entre las largas y argentadas hebras de la barba del anciano. Cruzamos vertiginosos ante una estación, y se oye un largo campanilleo, que se pierde rápidamente; luego aparece, desaparece un faro verde.