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Actualizado: 19 de octubre de 2025
Rafael apenas comió, trastornado por la vecindad de la Marquesita. Le atormentaba el contacto de aquel cuerpo hermoso hecho para el amor; el perfume incitante de la carne fresca purificada por una limpieza desconocida en los campos.
Prolongaría uno de sus largos paseos, llegando hasta aquella choza donde le esperaban como un consuelo. Fermín habló de los recientes amoríos de Luis con la Marquesita. Al fin, la amistad les había conducido a un término, que los dos parecían querer evitar. Ella ya no estaba con el tosco ganadero de cerdos.
Era el Chivo el que hablaba, después de escupir por la comisura de los labios, con la gravedad solemne de un valentón parco en palabras. La Marquesita protestó. ¿Y nosotras qué somos, mamarracho? Sí; eso es: ¿qué somos nosotras? añadieron como un eco las dos de Moñotieso.
Las dos Moñotieso, ebrias y furiosas al ver que los hombres sólo atendían a las payas, hablaban de desnudar a Alcaparrón, para mantearle; y el muchacho, que había dormido vestido toda su vida, escapaba, temblando por su gitana pudibundez. La Marquesita se arrimaba cada vez más a Rafael.
Y la muy ladina estremecía el débil cuerpecillo, señalando al mismo tiempo al ministro una pequeña marquesita colocada junto al fuego y al alcance de su mano: en ella se sentó el excelentísimo Martínez, dispuesto a dejarse tostar en su mullido asiento como san Lorenzo en las parrillas. ¡Lo siento... lo siento en el alma! dijo.
Luis sentía ciertos entorpecimientos en el deseo y dejaba para más adelante la fácil empresa, como si le cohibiese el recuerdo del período de la infancia que habían pasado juntos. Toda la ciudad comentaba los escándalos de la Marquesita a la que regocijaba mucho el asombro de las gentes tranquilas.
Hasta creían ver en los criados cierta sonrisa, como si les alegrase la afrenta que aquella loca infería a sus parientes. Los señores de Dupont comenzaron a frecuentar menos las calles de la ciudad, pasando muchos días en su finca de Marchamalo, para evitar todo encuentro con la Marquesita y con las gentes que comentaban sus excentricidades.
Rafael se mantenía de pie junto a la puerta, no sabiendo si ausentarse o hacerse visible, por respeto al amo. Siéntate, hombre ordenó magnánimamente don Luis. Te lo permito. Y como la gente se estrechase aún más, para hacerle sitio, la Marquesita se levantó llamándole. ¡Allí, al lado de ella!
Quedose, pues, sin título. Todos en el lugar dejaron de llamarla la marquesita, como la llamaban en vida de su padre, y la llamaron doña Luz, que era su nombre de pila. Doña Luz, como buena hija, lamentó y lloró mucho la muerte del marqués; pero su humilde y cristiana resignación era grande. Con el tiempo quedó doña Luz tranquila y consolada. Vivía en casa de D. Acisclo.
Y como el cortijero se quedase mirando a este ser extraordinario, cuyo nombre no había oído jamás, el tocador se inclinó ceremoniosamente como un hombre de mundo, experto en fórmulas sociales. Beso a uzté la mano... Y sin añadir palabra se entró en el cortijo, siguiendo a la demás gente que guiaba la Marquesita.
Palabra del Dia
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