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El mismo valentón, temiendo al aperador, había arreglado el asunto declarando sentenciosamente que los tres eran igualmente valientes, y que entre valientes no deben existir cuestiones. Y juntos habían bebido la última copa, mientras la Marquesita roncaba debajo de la mesa, y las muchachas, aterradas por el susto, huían a la gañanía.

Y de cierto había entonces, en esta villa y corte de Madrid, no pocas damas de alto copete, cuyo talento y cuya hermosura eran muy inferiores a los de la marquesita; pero que completaban con el desenfado la carencia o la escasez de tan altas cualidades, e infundían vehementes pasiones y eran heroínas de mil galantes aventuras.

Andad, payas, y si no tenéis gana de jartaros de cosas buenas, tomad algo de lo que el señó os . ¡Pues, poquitas veces que me orsequió a el señó marqués, el papá de este sol resplandesiente que aquí está! Y decía esto señalando a la Marquesita, que examinaba a algunas de aquellas jóvenes, como si quisiera adivinar su hermosura debajo de las ropas astrosas.

Era la Marquesita, que desde el balcón del ganadero de cerdos, indignábase contra aquella gentuza, antipática por su ordinariez, que osaba amenazar a las personas decentes. Sólo unos pocos levantaron la cabeza: Los demás siguieron adelante, insensibles a la ridícula agresión, deseando llegar cuanto antes al encuentro de los amigos.

Y el pobre aperador casi rompió a llorar, herido por la injusticia de su novia. ¡Tratarle así!... ¡después de la prueba a que le había sometido el ebrio impudor de la Marquesita y que él callaba por respeto a María de la Luz!... Se excusaba hablando de su condición.

La marquesa viuda de Montefrío, prendada de las virtudes de D. Jacinto, y después de oír los consejos e informes del Padre Atanasio, su confesor, había decidido tomar a don Jacinto para yerno, casándole con su hija, la marquesita, heredada ya y señora de una renta anual de más de veinte mil ducados.

Rafael, en su embriaguez, no tenía más que un pensamiento: librarse de las audaces manos de la Marquesita, del peso de su cuerpo, de aquel ambiente tentador, contra el cual se defendía torpemente, seguro de ser vencido. Callaba asombrado por lo extraordinario de la aventura, cohibido por su respeto a las jerarquías sociales. ¡La hija del marqués de San Dionisio!

Obedeció don Jacinto, no sin combatir enérgica y dolorosamente contra la amistad y contra la pura simpatía que María Antonia Fernández le había inspirado. Nada más natural; nada con menos premeditación y malicia que lo ocurrido después de esto. La envidia calumniaba a la joven marquesita de Montefrío, sin otra razón que la de ser ella rica e ilustre.

El calavera había acabado por asombrar con su nueva conducta al poderoso primo... ¡Ni mujeres ni escándalos! La Marquesita ya no se acordaba de él: ofendida por sus desvíos, había vuelto a unirse con el tratante de cerdos, «el único hombre que sabía hacerla marchar».

Jerez les parecía estrecho para su dicha y corrían los cortijos y las poblaciones inmediatas, llegando hasta Cádiz, seguidos del cortejo de cantadores y matones que acompañaba siempre a Luis Dupont. Pocos días antes habían tenido en Sanlúcar de Barrameda una fiesta estruendosa, al final de la cual, la Marquesita y su amante, embriagando a un camarero, le raparon la cabeza con unas tijeras.