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El señor Manolo podía interceder por ellos; él conseguiría que su hermano les perdonase.

A terminar mi ronda, si no te opones. Después... el demonio dirá, si es que el demonio no tiene a mengua el meterse en nuestros fregados. Pues yo me quedo para ir a las tres y media al ministerio de Estado, donde me ha dado cita el ministro. Hasta la vista, entonces, y bien venido. Hasta la vista, Manolo, y bien hallado.

Manolo fue más listo, su caballo mejor y el cochero de don Juan se quedó rezagado en un cruce de calles, donde hubo confusión de carros y carruajes. A esta intentona siguieron varios días de buen tiempo en Madrid, y de mal humor en don Juan, porque ni la señora ni la niñera aparecieron por el Retiro ni el Prado.

Se pasa las tardes en su casa, ahí en las Barquillas de Lope, y se pasea con ella por el Perejil... De todo me han informado... ¡Eso, más que maldad, es una estupidez! exclamó Manolo, á quien le parecía monstruoso que Soledad pudiera ser pospuesta á otra mujer cualquiera de este mundo.

Manolo la miró fijamente con sorpresa. Luego, sonriendo dijo: ¡Qué engreída estás, Soleá!

Ni eres mi padre para reprenderme, ni el cura de la parroquia para darme consejos... no puedes hablar de Antonio ni de ningún otro hombre que se me acerque... porque ya ves... cualquiera pensaría que lo haces por envidia. Manolo se alzó de la silla como si le hubiesen pinchado. Toda su sangre dió una vuelta y le acudió al rostro.

Miguel aguantó el chubasco con la cabeza baja y sin chistar. Y ya que se hubo bien desahogado tío Manolo se marchó dando un gran portazo. Pero al otro día vino tan risueño como si tal cosa, salieron juntos a paseo y por la noche le llevó al cuarto de la Albini.

Abrió los ojos repentinamente y, fijándolos en Manolo, dijo: ¡Ah! ¿Eres ? ¿Has entrado ahora? No, hace ya cerca de una hora que estoy aquí. ¿Una hora?... ¿Y qué hacías? Mirarte y remirarte... y aún no quedé satisfecho. ¡Pues, hijo, no cómo no te empalago! replicó ruborizándose.

Pero el señor Manolo y su amigo no distinguían nada. Isidro, con la pierna dolorida, despreciando los tropezones, como si ya no le pudieran ocurrir peores males, caminaba con los ojos puestos en Venus, que lucía en el horizonte. Al subir una cuesta, el astro remontábase en el cielo; cuando bajaban, hundíase, hasta quedar al ras de la colina de enfrente.

El acto de Coradino fue un triunfo para ambos: tío Manolo dijo su aria de salida admirablemente, según dos o tres dilettantti sietemesinos que allí se encontraban, y eso que era difícil de vocalizar; era precisamente el fuerte de Rivera; no tenía gran voz, pero vocalizaba perfectamente.