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Actualizado: 23 de mayo de 2025
Con lo que sus ojos no quedaban sino más luminosos. Apenas comencé a responderle, me di cuenta de la caída; pero ya era tarde. Sí, le dije, observando sus ojos; me acuerdo de que antes no los tenía... Y miré a otro lado. Pero María Elvira se echó a reir: Es cierto; Vd. debe saberlo más que nadie. ¡Ah! ¡qué sensación de inmensa losa derrumbada por fin de sobre mi pecho!
Y acurrucado en su minarete, en medio de las tinieblas perforadas por luminosos parpadeos, existía el centinela invisible, el ronco cantor de las horas, espía avanzado que escrutaba los hostiles misterios de la noche y del mar.
La avenencia iba hundiéndose en diversos toneles, y de un solo golpe, sin que se derramase una gota, llenaba las copas. Salían al aire los vinos dorados y luminosos, coronándose de brillantes al caer en el cristal, esparciendo en torno un intenso perfume de ancianidad.
Allí militaba aún en el ejército de los espíritus luminosos contra el príncipe de las tinieblas Ahrimanes, cuya soberbia había humillado en esta vida terrenal, y cuyo imperio contribuía, poderosamente a destruir en la otra vida, procurando, que se realizase la santa esperanza del triunfo definitivo del bien sobre el mal.
La casa sólo debía ser una envoltura de líneas puras y simples, en cuyos flancos estuviesen almacenados el calor ó la frescura, según la estación, el agua pronta á correr por todas partes, la electricidad escapando en chorros luminosos ó agitando la atmósfera con el aleteo de la brisa. Le fué más fácil transformar con rapidez su vivienda errante sobre los mares.
Pronosticado está que esta mujer vendrá a visitarnos, nos encantusará, se apoderará de muchos de nuestros secretos, los divulgará en luminosos tratados y enseñará una ciencia que poco modestamente apellidará teosofía.
¡Siempre solito, siempre pensando!... Tal vez está usted haciendo algunos versos lindos. Fernando se incorporó a impulsos de la sorpresa más aún que de la cortesía. Era Nélida la que le hablaba. Lo primero que alcanzó a ver fue su boca, de un rosa húmedo, con los dientes agudos, luminosos; la boca de tigresa admirada por Isidro, que le sonreía cual si pretendiese atraerlo.
Sus rostros no eran gran cosa; hubieran resultado insignificantes a no ser por los ojos, unos verdaderos ojos valencianos que les comía gran parte de la cara, rasgados, luminosos, sin fondo, con curiosidad insolente algunas veces, lánguidos otras, y cercados por la ojera tenue y azul, aureola de pasión. La mayor, Conchita, veintitrés años, era la más parecida a su madre.
Su cerebro, vacío de ideas, sólo encerraba un sonsonete monótono y cadencioso, repitiendo como la péndola de un horario: «Vino esta mañana, se va esta noche...» Y al fin la repetición la irritaba de tal manera, que sólo oía la palabra «noche, noche, noche», palabra que parecía vibrar, como esos puntos luminosos que se ven en las tinieblas, durante el insomnio, y que se acercan y se alejan, sin movimiento de traslación, por el mero sacudimiento de sus moléculas.
Todas las bocacalles vomitaban gentío dentro de la plaza, en la que el crepúsculo sembraba a miles los puntos luminosos. Brillaba el gas en las tiendas; las vendedoras importantes encendían sus grandes reverberos de latón, y las pobres huertanas contentábanse con una vela de sebo resguardada por un cucurucho de papel. ¡Qué bonito...! ¡Mira, Nelet!
Palabra del Dia
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