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Actualizado: 27 de junio de 2025
Eras tú, realidad de una quimera, demonio tentador, terrible y bello, que venía á encrespar con la tormenta de mi existencia el mar triste y sereno. Al eco de tu voz, como las olas se elevan hostigadas por el viento, despertando del tímido letargo, se elevaron en mi alma cien recuerdos.
Se replicará acaso que la poesía española había llegado al término de su carrera; que, dentro ya del círculo trazado, no era posible variación alguna, y que el pueblo, sumido en un profundo letargo, aun sin el influjo de esa circunstancia desfavorable, no se encontraba en estado de producir por sí nuevas y poderosas creaciones dramáticas.
El letargo de Morsamor podía por otra parte terminar en muerte, y lo más seguro era salir para la India, por no considerarse nadie a bordo con poder bastante para desembarcar y tomar venganza de aquel desaguisado, en la suposición de que los derviches o algunas otras personas tuviesen la culpa de todo. Interrogado por Morsamor, Tiburcio le dijo: De tu letargo, no sé qué pensar.
Oh! no me digas que la «vida es sueño» Triste salmista en tu cantar amargo, Porque el alma no vive en el letargo Que es de la muerte pálido diseño. La vida es real y su destino es sério, Y no es su fin en el sepulcro hundirse; Que «ser polvo y en polvo convertirse» No es del alma el divino ministerio.
Un suceso inesperado vino a sacudir el letargo y aburrimiento que la tertulia me causaba. Daniel Suárez, el odioso malagueño que me había inspirado tantos recelos y que aún me los inspiraba, fue presentado a las de Anguita por un pollastre en que no me había fijado. Esto no tenía nada de particular. Por aquella tertulia pasaban todos los forasteros, como habían pasado ya todos los naturales. Sin embargo, me produjo cierta emoción y, ¿por qué no decirlo?, bastante malestar. Disimulé cuanto pude, mostrándome afable.
Un velo fúnebre revestía su espíritu, a través del cual sólo nociones enormes y supremas transparentaban. La culpa, el remordimiento, el castigo, eran las rocas que formaban el paisaje desolado y terrible de su conciencia. Así pasó tres o cuatro días, entre el delirio y el letargo. La gangrena difundía su fetidez por las estancias vecinas.
El viento que la rauda marcha del tren agitaba, zumbando en sus oídos, parecía decirle: ¡solo!, ¡solo! El traqueteo áspero de las ruedas y maquinaria despertaba con violencia a la naturaleza de su letargo, causándole quizá una sensación de dolor como la que le causaba a él su pensamiento al cruzar por el cerebro.
Tal vez ¡oh dolor! no se pasaría mucho tiempo sin que otro sabio tuviese la fortuna de hallar quien se prestase a exhibir el cerebro voluntariamente; y entonces el nombre de aquel sabio brillaría eternamente al través de las edades, mientras el suyo eternamente quedaría sepultado en el olvido. La voz dulce como un gorjeo de su nietecito Mario le sacó del letargo doloroso en que yacía.
No eran fúnebres lamentos, las campanadas como decía Trifón Cármenes en aquellos versos del Lábaro del día, que la doncella acababa de poner sobre el regazo de su ama; no eran fúnebres lamentos, no hablaban de los muertos, sino de la tristeza de los vivos, del letargo de todo; ¡tan, tan, tan! ¡cuántos! ¡cuántos! ¡y los que faltaban! ¿qué contaban aquellos tañidos? tal vez las gotas de lluvia que iban a caer en aquel otro invierno.
Cediendo al cansancio empezó á dormitar; mas no durmió con ese sueño que da reposo al cuerpo y al espíritu, porque su excitación le impedía un descanso profundo. Dormía con el letargo doloroso ó indeciso que representa todas las visiones de la vigilia anterior de un modo incoherente y monstruoso. En su sueño creía escuchar lamentos que resonaban en las bóvedas de la Cárcel.
Palabra del Dia
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