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Actualizado: 19 de junio de 2025


En la tarde de aquel día nefasto, nos encontrábamos todos en el salón. El comandante y mi tío jugaban al ajedrez; Blanca tocaba una sonata de Beethoven, y yo, recostada en un sillón espiaba con los párpados entornados la actitud y la fisonomía de Pablo Couprat. Sentado junto al piano, algo atrás de Juno, escuchaba con gravedad, sin cesar de mirarla.

Irguióse la otra como una Juno a quien dijeran que la ninfilla más patimondada del Olimpo iba a sentarse en su carro tirado por pavos reales, y contestó desdeñosamente: ¿A ?... Jamás me ha merecido ni un bostezo, que es el último de los gestos despreciativos... También la marquesa de Villasis hacía sus observaciones.

Lo antiestético del goce de amor, patentizado por el arte y descrito con circunstancias menudas, se ve hasta en los poemas más primitivos. Sube Juno á la cumbre del Gárgaro, adornada con el cinto de Venus, que la hace irresistible: «... allí el deseo, allí la dulce persuasión estaba, que á los más cuerdos la prudencia roba

Las montañas que tienen, á lo menos, el mérito de ser hermosas, forman parte del número de esos dioses que van perdiendo ya sus adoradores. Sus truenos y sus aludes no son ya para nosotros los rayos de Júpiter: sus nubes dejaron ya de ser los vestidos de Juno: ya subimos sin temor á los valles altos, residencia de los dioses ó guarida de genios.

Anoto de paso este sentimiento, porque analizándole, un día llegué a un terrible descubrimiento. ¿Para qué pintáis árboles, primo? El árbol más feo, es mucho mejor que todas esas manchas verdes que echáis sobre el lienzo. ¿De ese modo comprendéis el arte, prima? ¿No pensáis que Juno es mil veces más linda que su retrato? , por cierto, lo creo.

El matrimonio entrega una víctima al verdugo murmuró mi tío. ¡Ah! Juno y yo protestamos con la mayor energía. ¿Y quién es la víctima, papá? ¡El hombre, canarios! Pues, peor para los hombres repliqué, que se defiendan. Lo que es yo, estoy decidida a volverme verdugo. Pero ¿a qué quieren venir a parar ustedes, señoritas?

que no hay nada más impropio en el mundo que llorar sobre el pecho de un cura, que mi tío, Juno y todas las matronas de la tierra se habrían cubierto la faz ante tan escandaloso espectáculo; pero mi ingreso en la escuela de la compostura databa de muy poco tiempo para hacerme perder la espontaneidad de mi naturaleza.

Evidentemente, la razón que me daba no era aceptable, porque a pesar del talento de Juno, yo que no amaba el piano, sentía ganas de gritar y de escaparme cada vez que ella ejecutaba alguna sonata de Mozart o de Beethoven. ¡Qué dos hombres que pueden vanagloriarse de haber aburrido a la humanidad! Yo me desesperaba pensando en sus mujeres.

Comprendí que no me gustaba la música sino el músico, y que a él le pasaba lo mismo respecto de Blanca. No se le daba un bledo de Beethoven; pero estaba enamorado de Blanca, y hasta las cosas que le eran antipáticas le gustaban en la mujer amada. Juno terminó su horrible sonata, y Pablo dijo en un arranque de entusiasmo, cuyo oculto motivo comprendí: ¡Qué genial ese Beethoven!

Una sonrisa se dibuja en los labios de JUNO, sonrisa que se disipa rápidamente cuando subir y bajar á los dos platillos donde el QUIJOTE y la ILIADA están. Suspensos están los ánimos: ninguno habla, ninguno respira. Se volar un C

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