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Actualizado: 26 de noviembre de 2025


La bandera germánica, sombreada por su faja negra, mezclábase con el bullicioso tricolor de la francesa, la púrpura británica, el verde de la italiana, que parece un reflejo de mar latino, la cruz blanca suiza, las barras y enrejados de las escandinavas y el reventón de cohete rojo y dorado de la española.

La plegaria italiana, sin ser cosa notable ni muy original, era música buena para aficionados, música de sentimiento, lenta, suave, nada complicada, de un patos muy tolerable y sugestivo. «¡Ay pensó Bonis , la paz del alma! En otro tiempo, no hace mucho, yo amaba la pasión, que sólo conocía por los libros.

Sin duda en Venecia, en Milán, en Nápoles y en Sicilia, se hablan y se escriben cuatro dialectos distintos, pero con cierta modestia, reconociendo todos cuantos así escriben sin excluir v. gr. al gran poeta lírico Meli y al chistosísimo, fecundo é ingenioso dramaturgo Altavilla, que escriben en un dialecto vulgar, y que no hay más que una lengua nacional y de toda Italia, que es la lengua toscana, que ya debe llamarse italiana, así como la castellana debe llamarse española.

Nos fuimos á dormir, pero la mañana siguiente, á la hora del desayuno, entró Pector en el comedor con una carta en la mano. Mi querido vizconde, me dijo, no tiene usted suerte en sus aventuras galantes. El director de la Ópera acaba de avisarme que la compañía italiana no hace función esta noche.

El marino movió la cabeza: nada más justo. Te he engañado, Ulises... Yo no soy italiana. Ferragut sonrió. ¡Si sólo consistía en esto el engaño!... Desde el día en que se hablaron por primera vez, yendo á Pestum, había adivinado que lo de su nacionalidad era una mentira. Mi madre fué italiana. Te lo juro... Pero mi padre no lo era... Se detuvo un momento.

Algunas veces, ninguno de los dos campos se decidía a ir en busca del otro, y los encuentros eran en terreno neutral, en el grupo de las «aspirantes», donde tomaba asiento la familia italiana de la Boca con su obispo. ¡Adorado Monseñor! Las damas del país intermedio lo miraban como una gloria propia.

Sus manos son tan finas y delicadas que si, como vulgarmente se cree, éste es signo de aristocracia, el conde debía pertenecer á una de las más antiguas y esclarecidas familias de España. Y en parte así era la verdad, porque el señor conde de Trevia pertenecía á una antiquísima familia, pero no española, sino italiana.

Una camarera y un joven criado, traídos de Italia, la servían más bien mal que bien, y el desorden, la falta de respeto de los criados y la irregularidad en el servicio, ofrecían un cuadro muy característico de la incuria italiana. Había allí una mezcla de lujo y de miseria completamente curioso.

El retraso fue otra fiebre en que la vida de Ana peligró de nuevo. Las señoritas de Ozores y la nobleza de Vetusta suspendieron el juicio que iba a merecerles la hija de don Carlos y de la modista italiana hasta poder reunir datos suficientes. Mientras la joven estuvo entre la vida y la muerte, doña Anuncia encontró irreprochable su conducta.

El joven empleado se quedaba allí para ocuparse en el pronto despacho del equipaje grande. Salió con ellos del edificio a una explanada llena de muchedumbre, donde estaban las banderas y las músicas. La manifestación italiana voceaba con prematuro entusiasmo, creyendo que iba a aparecer de un momento a otro el grande hombre esperado «Eviva il professore! Eviva

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