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Actualizado: 2 de junio de 2025


Catana, con los brazos uno sobre otro, según su eterna costumbre cuando nada tenía que hacer con ellos, y con la cabeza algo inclinada, revolvía los ojos negros y bravíos, de las cosas señaladas a don Alejandro, y de don Alejandro a Nieves, evitando siempre el choque de la mirada de aquél con el rayo de la suya; pero muy poseída del cuadro y acaso, acaso, gozosa, aunque no lo declarara.

Abrió éste un instante los párpados hinchados por el llanto y viendo inclinada sobre él una cara que expresaba bondad y ternura, murmuró en medio de su sueño: "¿Estás ahí, papá?..." Roussel se sintió conmovido hasta en los más íntimos repliegues del corazón é imprimiendo en la frente húmeda del niño un tierno beso, dijo en alta voz, como para tomar por testigo al muerto: , duerme, hijo mío: ¡tu padre está aquí!

Entonces, como las imágenes que descubre con pena el nebuloso amanecer, una forma humana, inclinada sobre el libro, fuese perfilando prodigiosamente. Era un hombre en pie, de espaldas, inmóvil. Primero diseñose la larga cabellera, en seguida el capisayo con martas que le llegaba hasta más abajo de las rodillas, luego el brazo derecho y por fin la mano sobre la página.

Yo fui quien le encontré un viernes por la mañana, de rodillas, delante de la reja de la capilla del Cristo, inclinada la cabeza sobre las barras. Le llamé y no respondió.

Otras veces dijo dulcemente Elena, inclinada hacia los fétidos harapos, recuerda usted el tiempo en que se le enseñaba esta hermosa oración: «Dios mío, perdónanos, como nosotros perdonamos a los que nos han ofendidoLa Briffarde volvió hacia ella aquellos ojos que se apagaban, y sus facciones contraídas tomaron una expresión de paz.

Inclinada sobre él, Lea le vió contraído, terrible, inerte. No había corrido ni una gota de sangre. La aguja tapaba herméticamente la herida y su punta había llegado al corazón. Con pasos cauteolosos, como si temiese despertar de su espantoso sueño al que temía más muerto que vivo, se echó un abrigo por la espalda y huyó á la calle. Sin saber lo que hacía, tomó la dirección de su teatro.

Y la puerta tornó a abrirse y cerrarse suavemente. El señor de Elorza continuó inmóvil, en la misma postura que le había dejado su hija, sentado, con las manos enlazadas y la cabeza inclinada sobre el pecho. El cuarto quedó en tinieblas. Los ruidos de lo exterior se fueron apagando lentamente.

Para aligerarle un poco más y también para sacudir su somnolencia, Delaberge imitó al conductor y, con paso todavía ligero y la cabeza un poco inclinada, comenzó a andar a lo largo de un camino que bordeaban toda clase de flores silvestres.

En lo alto de la escalera, en el descanso del primer piso, doña Paula, con una palmatoria en una mano y el cordel de la puerta de la calle en la otra, veía silenciosa, inmóvil, a su hijo subir lentamente con la cabeza inclinada, oculto el rostro por el sombrero de anchas alas. Le había abierto ella misma, sin preguntar quién era, segura de que tenía que ser él. Ni una palabra al verle.

El tillo sin un solo tapiz, combado y lustroso, daba una impresión de frío y ancianidad, como de espalda inclinada y desnuda en un viejo achacoso. Algunas sillas, compañeras del sofá, se replegaban contra los muros con vergonzosa timidez.

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