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Actualizado: 25 de junio de 2025
Parrón se apeó muy despacio, descolgó su escopeta de dos cañones, y, apuntando á sus camaradas, dijo: ¡Imbéciles! ¡Infames! ¡No sé cómo no os mato á todos! ¡Pronto! Entregad á este hombre los duros que le habéis robado! Los ladrones sacaron los veinte duros y se los dieron al segador, el cual se arrojó á los pies de aquel personaje que dominaba á los bandoleros y que tan buen corazón tenía...
¿Y el oro da la felicidad? la da á los imbéciles, que creen verdades las adulaciones de los miserables; pero la sed del corazón no la calma el oro. Ni un maravedí quiero tuyo. Y escucha: como dentro de un momento no esté preso don Juan Téllez Girón, que está en el alcázar y en el cuarto de su esposa, y ese Quevedo no duerma preso esta noche, obro, duque, obro y ¡ay de ti en el momento que yo obre!
La maldita casualidad me llevó un día del Havre á Honfleur, á bordo de una embarcación que rebosaba de esos imbéciles. A pesar de lo corto de la travesía, como los señoritos se fastidiaban, organizaron un sarao. Verdad es que no se oían los acordes de su instrumento, pues, la profunda voz del mar, que solemne, formidable, bramaba á nuestro alrededor, ahogaba aquellos débiles sonidos.
Pobres imbéciles condenadas a vender lo inapreciable. ¡Farsantas de la comedia del amor, incapaces de imitar la poesía de la realidad! ¡Ah, Cristeta! Tú, amante toda verdad, sinceridad y entusiasmo, ¿dónde estabas? ¡Tú, la única que en cada beso daba un poco del alma! ¡Sólo poner tu nombre junto con los de aquellas desgraciadas, era ofenderte!
Pues soy el padre de Conchita, de esa que se llama en el cartel la Franchetti, de la que aplauden con tanto entusiasmo los imbéciles. ¡Qué tal!... ¿Les parece raro que silbe?... También yo he leído los periódicos; ¡qué modo de mentir! «La hija amantísima...» «El padre querido y feliz...» ¡Mentira, todo mentira! Mi hija ya no es mi hija, es un culebrón, y ese italiano un granuja.
La muchacha, como si la penosa revelación la hubiese sumido en la insensibilidad de los imbéciles, no cerró los ojos, no movió la cabeza para evitar el golpe. La mano de Fermín volvió a caer sin rozarla. Fue un relámpago de ferocidad; nada más. Montenegro se reconocía sin derecho para castigar a su hermana.
Y luego, ¡qué asco le producían los imbéciles que en aquellos salones al aire libre bailaban como monigotes, sin advertir que el gentío se divertía con sus saltos! En uno de aquellos pabellones estaría su hermano Rafael.
ESCIPIÓN. ¿Es posible? MARCIO. ¡Palabra de honor! Toda paciencia es poca para aguantar a estos imbéciles. Parecen mudos. ESCIPIÓN. Os compadezco de todo corazón. UNA VOZ. ¡Proserpinita mía! ¿Dónde estás?
Se equivocan como unas estúpidas exclamó una voz burlona y vibrante, la voz de Francisca, que entraba en este momento en el saloncillo. Y bien añadió, después de darnos un vigoroso apretón de manos, ¿hay indiscreción en preguntar a ustedes qué dicen esos imbéciles?... Y sin oír el grito ordinario de protesta que se nos escapó a pesar nuestro: «¡Oh! Francisca,» se instaló cómodamente en un sillón.
Palabra del Dia
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