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Actualizado: 1 de octubre de 2025
Ana, entre sollozos, refirió lo que podía referir de sus angustias, de sus miedos, de sus tormentos, de aquellas horas de fiebre. «Después que se vio en su lecho, mil espantosas imágenes la asaltaron entre los recuerdos confusos del baile.... Creyó que volvía a caer de repente en aquellos pozos negros del delirio en que se sentía sumergida en las noches lúgubres de su enfermedad.... Después la idea del mal que había hecho la había horrorizado...». Y Ana se interrumpía al ver al Magistral quedarse lívido, y como rectificando añadía, «el mal... es decir... el no haber sido bastante buena...». La enfermedad había sido una lección, una lección olvidada, y aquella mañana, al sentir en el lecho la misma flaqueza, aquel desgajarse de las entrañas, que parecían pulverizarse allá dentro, aquel desvanecerse la vida en el delirio... la conciencia había visto, como a la luz de un fogonazo, horrores de vergüenza, de castigo, el espejo de la propia miseria, el reflejo del cieno triste que se lleva en el alma... y después... la locura, sin duda la locura... un dudar de todo espantoso, repentino, obstinado, doloroso.
Horrorizado y confuso, conoce entonces que en su ansia de placeres mundanos sólo le espera al fin la muerte, y declara á Satanás que el trato hecho con él es nulo, no habiendo cumplido lo pactado.
El 2 de febrero, a las diez de la mañana, el atildado notario calentábase tristemente los pies y contemplaba horrorizado aquella peonía florida en medio de su rostro, cuando un alegre tumulto conmovió toda la casa. Abriéronse las puertas con estrépito, de los pechos de todos los criados escapáronse gritos de alegría, y se vio aparecer al doctor, trayendo de la mano a Romagné.
¿Narcótico?... ¿la última botella? pregunté con voz apenas perceptible. Vaya usted a saber dijo Sarto. Hay que llamar a un médico. No encontraríamos uno en tres leguas a la redonda; y además ni cien médicos son capaces de hacerlo ir a Estrelsau. Sé muy bien en qué estado se halla. Todavía seguirá seis o siete horas por lo menos sin mover pie ni mano. ¿Y la coronación? exclamé horrorizado.
Esto era tan claro que hasta veía los ojos oblícuos del viejo empañarse, como cubiertos de una ténue capa de polvo; y sentía el sonido metálico del dinero rodando a mis plantas. Inmóvil, horrorizado, clavaba ardientemente los ojos en la campanilla, puesta delante de mí, sobre un diccionario francés, la campanilla prevista, citada en el magnífico infolio.
Había diferentes prendas de ropa por el suelo. Los criados le dijeron que la señora había hecho trasportar el baúl después de irse él para facturarlo en doble pequeña, según decía. Luego había salido y no había vuelto. Montesinos, aturdido, horrorizado de la idea que le cruzaba por el cerebro, abrió con mano convulsa el secreto del cofre donde guardaban el dinero. Ni un céntimo había allí ya.
Así, pues, todo es inútil dijo el señor de Avrigny, levantándose también. Dios dejará morir a mi hija del mismo modo que dejó morir a mi hijo. Y salió detrás del cura, que horrorizado al oírle blasfemar de aquel modo, abandonó el despacho precipitadamente. Como era de esperar, ningún efecto produjo el brebaje de Andrés.
Parecíale que el fiel animal no acababa de volver: se veía ya muerto de hambre en la peña y pensaba horrorizado en que quizá las águilas fueran á arrancarle trozos de carne antes de estar muerto. Y, sin embargo, recordaba lo que, en semejante situación, había hecho un inocente.
Era como el buen médico que le pide al enfermo las noticias más insignificantes del mal que padece y de su historia para saber cómo ha de curarle. Fortunata no ocultaba nada, eso bueno tenía, y el doctor amante se encontraba a veces con más quizás de lo necesario para la prodigiosa cura. ¡Y qué horrorizado se quedaba oyendo contar lo mal que se portó el seductor de aquella hermosura!
El pobre padre, al ver el horrible espectáculo que presentaba el cadáver de su hija, abrasada por las llamas, se detuvo horrorizado ante él, quiso hablar, pero no pudo, fue a lanzarse iracundo sobre el amante, que en actitud vacilante no sabía qué partido tomar, pero apenas dio dos pasos cayó al suelo, fulminado por una parálisis repentina, la lengua trabada, el rostro descompuesto, el cuerpo laxo y sin fuerzas.
Palabra del Dia
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