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En los días que estuve en Cotta, tuve ocasión de ver y apreciar lo agradable que es una estancia en aquel precioso y saludable barrio levantado al borde de dos ríos, cuyas aguas se confunden en un mismo desagüe antes de llegar á la barra, la que dista del embarcadero un cuarto de hora.

Lo que más tememos en ella es el dolor que la acompaña o la enfermedad que la precede. Pero ya no es la hora del juez irritado e incognoscible el objeto único y espantoso, el abismo de tinieblas y de castigos eternos. Nuestra moral ¿es menos alta y menos pura desde que es más desinteresada? ¿La humanidad ha perdido un sentimiento indispensable o precioso perdiendo un temor?"

Un cuarto de hora después tropezaba en la muralla, frente al Carmen, con lord Gray, el cual, deteniendo la velocidad de su paso, me habló así: ¡Oh, Sr. de Araceli... gracias a Dios que viene alguien a hacerme compañía!... He dado siete vueltas a Cádiz corriendo todo lo largo de la muralla... ¡Aburrimiento y desesperación!... Mi destino es dar vueltas... dar vueltas a la noria. ¿Está usted triste?

Era orgullosa, se veía burlada en su cualidad de cancerbera de la reina, y se veía obligada á tragarse su orgullo. Retiráos, doña Juana, y decid al duque que yo estoy en el cuarto de su majestad. Que vuelva mañana á la hora del despacho... ó si no... dejadle que espere... acaso tenga que darme cuenta de algo grave... Retiráos... habéis concluído vuestro servicio; la reina se recoge.

-Ya te he dicho, Ricote -replicó Sancho-, que no quiero; conténtate que por no serás descubierto, y prosigue en buena hora tu camino, y déjame seguir el mío; que yo que lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su dueño. -No quiero porfiar, Sancho -dijo Ricote-, pero dime: ¿hallástete en nuestro lugar, cuando se partió dél mi mujer, mi hija y mi cuñado?

6 Y vi otro ángel volar por en medio del cielo, que tenía el Evangelio eterno para que evangelizase a los que moran en la tierra, y a toda nación y tribu y lengua y pueblo, 7 diciendo en alta voz: Temed a Dios, y dadle gloria; porque la hora de su juicio es venida; y adorad a aquel que ha hecho el cielo y la tierra y el mar y las fuentes de las aguas.

Recordaba minuto por minuto aquella hora y algo más de la confesión de la Regenta. «¡Una hora larga!». El cabildo no hablaría de otra cosa aquella mañana cuando se juntaran, después del coro, los señores canónigos del tertulín.

De improviso se renovaron los gritos, que en el nocturno abandono parecían más lúgubres: durante aquella hora de angustia suprema, la mujer moribunda retrocedía al lenguaje inarticulado de la infancia, a la emisión prolongada, plañidera, terrible, de una sola vocal. Y cada vez era más frecuente, más desesperada, la queja.

No había transcurrido una hora, cuando Juan despertó intranquilo, rompiendo a hablar de una manera algo descompuesta. Creyó Jacinta que deliraba, y se incorporó en su cama; mas no era delirio, sino inquietud con algo de impertinencia. Procuró calmarle con palabras cariñosas; pero él no se daba a partido. «¿Quieres que llame?». «No; es tarde, y no quiero alarmar... Es que estoy nervioso.

Era hora de que terminase su rabia de aventuras, su deseo loco de tentar lo imposible, arrostrando los peligros más absurdos.